lunes, 24 de abril de 2023

Anuncio Barra Humildad - Feria del Esparrago 2023

 Anuncio Barra Humildad - Feria del Esparrago 2.023.


Paso la Semana Santa, y esto no para, volvemos a la carga, otro año más volvemos a tener una Barra en la XXI Feria del Esparrago y de la Agricultura Ecológica, de nuestro pueblo. 

Así que no lo dudéis y volved a confiar en nosotros no os defraudaremos, aprovechando la ocasión para invitamos a que os acerquéis  a colaborar un poco, además podréis pasar un rato divertido y ameno en esta barra a beneficio de nuestra hermandad, donde tendréis la posibilidad de degustar los exquisitos espárragos de nuestro pueblo, la ya tradicional paella de espárragos y muchas mas cosillas deliciosas y lo mejor a unos precios anti-crisis, y por supuesto la bebida bien fresquita... 

Aquí os dejamos el cartel anunciador



Aprovechar esta entrada para darle propaganda a la misma fiesta en si, ya seas de Sierra de Yeguas o de fuera, te invitamos a pasar un buen día en nuestro pueblo donde tendremos gran cantidad de puestos de productos ecológicos, de espárragos, de charcutería, quesos, dulces típicos, etc... a muy buen precio y lo mejor que están buenísimos, además podréis disfrutar de música en vivo, con el concierto de "Siempre Así" totalmente gratis y muchas mas cosas.... 

Aquí os dejamos el cartel anunciador de la Feria del Esparrago y la Agricultura ecológica.






Y antes de acabar dejaros un enlace con fotografías y entradas de nuestro blog de otros años de la barra del espárrago... ya con más tiempo realizaremos las entradas del 2.022-2.019-2.018 pero las anteriores aquí las tenéis

Os esperamos, y gracias por vuestro apoyo.

sábado, 1 de abril de 2023

Pregón Semana Santa Sierra de Yeguas 2.023

 

Pregón de la Semana Santa Sierra de Yeguas 2.023

 

Este pregón fue organizado y presentado por la Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores, el sábado pasado día 25 de Marzo de 2.023, fue especial, al realizarse por primera vez por dos pregoneros, D. José Agustín Arias Álvarez y Dña. Montserrat Torres González, hermanos de dicha cofradía y matrimonio ejemplar, en la Parroquia Inmaculada Concepción de nuestra localidad. 

  

 

Dime qué te gustaría oír,

aunque de sobra sabes

que, a lo que vengo,

es precisamente a hablar de ti.

 

Háblame claro y fuerte,

dime lo que quieres escuchar,

dime cómo hacerlo diferente,

dame fortaleza y verbo

para entrar en el corazón de tu gente.

 

Queremos que nos ayudes,

a mostrar a Dios y a su madre

en las cosas muy pequeñas

y también en las más grandes.

 

Háblanos de tus calles,

de tus rincones favoritos,

de cómo nos percibes en estos días importantes,

de los detalles que más te gustan

y de los que menos te agraden.

 

Tú qué quieres escuchar

si de lo que te vengo a hablar

lo sabes tú, y nadie más.

 

Cuéntanos de sus gentes,

de cómo celebran cuando te acercas tú,

Semana Grande;

y no te olvides de recordarnos

a los que en el alma te traen,

que viven lejos del pueblo,

que vuelven porque les atraes,

y sin ti no pueden pasar.

 

Te añoran cada instante

y te pregonan a los cuatro vientos,

son nuestros emigrantes.

 

Calle Iglesia y calle Nueva,

Calle la Cruz y calle Real

Doctor Artacho y Villavicencio

Calle Cristo y la de la Libertad.

 

Qué más nos puedes pedir

si esto es más que soñar.

 

Habiendo más bellos lugares,

que seguro los habrá,

no los cambiamos por nada.

 

Que solo con verte pasar

por las calles de mi pueblo,

nos podemos imaginar

aquellos pasos del Mesías

por la Jerusalén real.

 

¿Qué te cuento que tú no sepas?

¿Qué me dices de esas casas

más blancas y limpias, imposible,

que las preparan para tu llegada

como si de altares se trataran?

 

Que se llenan de familia y amigos

de alegría y dicha exaltadas

de olores deliciosos y sabores a ti,

mi querida Semana Santa.

 

Susúrrame bonito

para que pueda agradar,

que al corazón de este pueblo

te queremos trasladar.

 

Háblanos de tus cielos impolutos,

de tu sierra engalanada,

de esos tonos azules y verdes

con que te vistes cada mañana.

 

¡Cómo te queremos, Semana Santa!

que llenas nuestras mentes

de ilusiones desbordadas

de pensamientos y sentimientos

que se apoderan de nuestras almas.

 

¡Escúchame y dime algo!

 

Háblanos de tus saetas,

que de esto sabes bastante.

 

Dinos cuánto te quiere este pueblo

cuando se arranca por ese cante.

 

Ese canto que es oración,

como un dardo que se lanza,

de la garganta que es corazón

y corazón que se hace garganta.

 

De quien la escucha como un rezo

o se deleita al escucharla.

¡Cómo nos gusta una saeta!

nos encantan sus filigranas.

Sus “quejíos” y sus “¡Ay!”

son alabanzas serranas.

 

Esa oración sentida,

dedicada a nuestros Titulares,

es historia viva serrana;

que de forma inseparable

es parte de nuestras vidas

como un tesoro incalculable.

 

Siendo el pueblo testigo,

desde este escenario inmejorable

y con nuestra Virgen de los Dolores

y demás Sagrados Titulares,

a quien corresponda pedimos

que se mire por este cante,

nombrándolo, como merece,

“bien inmaterial de estos lugares”

 

Contéstame, ¡por Dios!

que tenemos nostalgia de ti.

Que tus Vírgenes y tus Cristos

están deseando salir

sobre los hombros de tus serranos,

para sacarte a relucir

como la mejor semana que eres.

 

¿Qué te cuesta compartir

con nosotros un rato de charla?

Si lo que queremos es elevarte

a la mejor de las Semanas Santas.

Semana grande de mi pueblo.

 

¡Qué cosas más bellas tienes!

 

Teniendo por protagonistas

a la más bendita de las mujeres,

y un Dios que se hizo hombre

para salvarnos de nuestra muerte.

 

Reverendo padre Don Francisco del Pozo, Excelentísimo Alcalde Don José María González, Comandante de Puesto, señores concejales, queridos hermanos mayores y directivas de las hermandades, antiguos hermanos mayores, cofrades, familia, amigos todos. Es un gran honor y un privilegio estar esta tarde ante vosotros, unidos en el fervor que compartimos, en el amor sincero y profundo a un Dios que nos mira y nos asiste y que, como cada año, venimos a celebrar a través de estas rendidas palabras.

Pero, antes de nada, permitidnos encomendarnos, agradecer y dedicar nuestro pregón.

Encomendarnos a Él, que tanto sufrió y que tanto Amor nos entregó. Míranos con buenos ojos. Nos entregamos a ti, Cristo del Amor; Padre Jesús de la Bondad, Señor de la Clemencia y Perdón; Señor de la Humildad; Santísimo Cristo de la Veracruz; Jesús Nazareno y Señor del Santo Entierro.

 Y a ti, Madre, acompáñanos ante nuestros hermanos, como hiciste con tu Hijo camino del Gólgota; camina hoy con nosotros; María Santísima de la Sierra, María Santísima de la Esperanza, Nuestra Señora de los Dolores, Señora de la Soledad. Con humildad os pedimos que hoy marchéis a nuestro lado y cojáis nuestra mano porque solo así podremos cantar las alabanzas a vuestro Santo nombre.

Nos gustaría agradecer a nuestra, hoy más aún si cabe amiga, Gema Segovia Almohalla, gracias por tus sentidas y bonitas palabras hacia nosotros. Te aseguramos que el afecto mostrado en las mismas es mutuo. Esperamos estar a la altura del testigo que nos has cedido. Gracias de veras.

Igualmente queríamos mostrar nuestro agradecimiento a la directiva de la hermandad de la Virgen de los Dolores por confiarnos el pregonar nuestra Semana Santa. Tuvisteis, allá, por septiembre, la osadía de depositar en nosotros esta encomiable labor que aceptamos de buen gusto, sin pensar lo que se nos venía encima, un pregón distinto, un pregón de dos personas. ¡Vaya cuaresma más larga nos habéis hecho pasar este año!

 Pero gracias, gracias de verdad. Es un honor para nosotros que nos hayáis elegido como pregoneros de este año, simples hermanos de a pie de la hermandad, seguro que otros son más merecedores de esta tarea.  Nos enorgullece que nuestros nombres figuren entre los pregoneros de Sierra de Yeguas, esperamos estar a la altura.

De la misma manera permitidnos dedicar este pregón a quienes son los verdaderos responsables de que estemos aquí hoy: nuestra familia, la de José Agustín y la mía.

Sabemos que, con solo esto, no es suficiente para expresar nuestro profundo agradecimiento por todo lo que habéis hecho por nosotros. La educación y ejemplo continuo que nos habéis proporcionado han sido invaluables y nos han ayudado a convertirnos en las personas que somos hoy.

También queremos agradeceros por habernos enseñado la verdadera religiosidad cofrade. Vuestro amor, dedicación y empeño desinteresado a esta tradición ha sido una gran inspiración para nosotros y han ayudado a desarrollar nuestra propia manera de entender la pertenencia a una hermandad.

Pero lo que más admiramos es vuestra honestidad y honradez. Habéis sido un ejemplo para nosotros durante toda vuestra vida y siempre nos habéis alentado a confiar en vosotros. Vuestros valores morales y religiosos nos han guiado en todas nuestras decisiones y nos siguen ayudando para llegar a convertirnos en buenas personas y mejores cristianos.

A ti, papá, que para nuestra alegría estás aquí hoy, y vosotros tres, que nos miráis desde ahí arriba… Estamos seguros que estáis sentados en primera fila para no perderos nuestro pregón, disfrutando de la plenitud celestial junto a Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre. A VOSOTROS, GRACIAS. Nos duele mucho no teneros aquí, pero sabed que vuestro amor y enseñanzas están reflejados aquí, en estas palabras, y vivirán a través de nosotros.

Semana Santa… No hay dos palabras más importantes para nosotros, los cofrades. No hay fiesta más grande ni tiempo más esperado. «Que cae en abril este año», se escucha en las tertulias y en las reuniones. «¡Qué largo se nos hará marzo!», dice alguien, poniendo en sus palabras el sentir de todos. Que la cuenta atrás se dispara con el Miércoles de Ceniza y las esperanzas de volver a encontrarse con Ellos revive en cada triduo; en cada quinario y en cada función.

Semana Santa que se nos volverá a hacer lejana cuando se cierren las puertas de la iglesia de la Inmaculada el Domingo de Resurrección y un lamento general «Ea, ya se acabó» ¡Qué lástima! Lágrimas en los ojos, añoranza por la siguiente; anhelo de volver a caminar a su lado; de recoger esas flores que se desprenden a su paso… Pero, junto a esas palabras de tristeza y añoranza, se escucharán otras «Pero ya falta menos para la siguiente». 365 días; 365 largos días para volver a estar ante Ellos, a acompañarlos. 365 días que comienzan a descontar el Domingo de Pasión. Cuando, al fin, vuelve a oler, al inconfundible e imborrable perfume a túnica recién planchada y a magdalenas. A Semana Santa.

 

Recordamos nuestra infancia con cariño. Recordamos muy bien esos nervios propios de los niños que anhelan seguir el camino de sus mayores, de imitarlos; ese orgullo prendido en los ojos por estar haciendo algo que te han inculcado desde que tienes recuerdos. La medalla de la Virgen en el pecho, esa que tu abuela siempre llevaba, la que besaba todas las mañanas, la que acariciaba con cariño y a la que le rezaba; esa que heredaste cuando hiciste la Primera Comunión, que guardas como oro en paño y que sacas en los momentos especiales.  Nuestros recuerdos están escritos con el título de Amor y Sierra, con el eco de fondo de la banda de cornetas y tambores; escritos con el sonido   quebrado de las saetas al paso del Señor. Él, Amor, que soporta en sus heridas, con la dignidad de un rey y que mantiene su mirada baja tras ser vendido por treinta míseras monedas de plata. Amor… «No hay Amor más grande que el que da la vida por los demás», nos dijo. El nuestro apenas alcanza para devolverte todo lo que tú nos diste.

En la plaza, expectantes, cientos de ojos esperan verte, como cada año, con tu talla pequeña pero con tu inmenso corazón de Hijo que dio la vida por sus hermanos. Decenas de personas que esperan tu salida, con el alma en un puño y las emociones a flor de piel. No vemos la hora de que esos portones gigantes se abran y podamos vislumbrarte al fondo, entre la penumbra del templo que te alberga y al que vamos a rezarte; al que traemos a nuestros hijos para que te saluden y que nos han escuchado decirles «cuando crezcas un poquito saldrás en su procesión».

«Despacito», dice el capataz con voz de niño a esos otros que te portan antes de que traspases las puertas de la iglesia y estés ante tu pueblo, ese pueblo que te aguarda y te quiere. Muchos otros, en el pasado, al igual que lo hacen ellos ahora, te hemos llevado a hombros, y recordamos tu peso, que cuando eres niño parece inmenso, pero que nada es en comparación con lo que tú sufriste. A veces, aún deseo ser niño y cargarte de nuevo al hombro, revivir esos instantes de nervios, de ilusión…, pero eso es algo que no puede ser, es el precio de crecer y hacerse un hombre. Sin embargo, te seguimos llevando en andas en nuestra memoria, dándote ese empujoncito cuando te levantan, acallando ese «ay» que nos tiembla en la garganta, tragándonos las lágrimas de la emoción de volver a tenerte delante. «Cuidado, no se vaya para un lado», se oye decir bajito a alguien que espera a que te levanten. No, eso no pasará, que ahí estamos muchos para sostenerte si eso ocurre.

Ya estás fuera. ¡Qué bonito es ver la ilusión en las caras de los niños! Sonrisas, algunas desdentadas; ojos brillantes y movimientos inquietos mientras están parados. Ellos, con la túnica roja y el cíngulo a la cintura; ellas, vestidas con su inmaculada mantilla y flores en las manos. Nervios de esa primera vez, de madres que dejan a sus hijos e hijas para que caminen delante de Vosotros; abuelos y abuelas, con ojos empañados por las lágrimas, viendo a sus nietos seguir, con total seguridad, sus pasos en una fe que ellos inculcaron desde la cuna. Familias unidas por una devoción que perdura en el tiempo.

 Se palpa la impaciencia en la plaza. Le toca a Ella, la señora de la Sierra, la madre que, con tristeza, camina detrás de su hijo, al igual que nosotros lo hacemos junto a ella.

Madres junto a sus hijos e hijas. Que no les falta de nada. «¿Quieres agua, mi vida? ¿Te duelen los pies? Tranquilo, que ya casi estamos. Venga, un poquito más», se escucha en cada rincón. Padres y madres que acompañan a esos seres a los que dieron vida y que les duele más que la propia. Como este año, si Dios lo quiere, haremos José Agustín y yo con nuestros hijos, Diego y Victoria, transmitiéndole la misma devoción que nos transmitieron a nosotros cuando éramos pequeños.

Se rompe la emoción cuando una voz se alza sobre las demás. Una saeta al Rey del Cielo y a su Santa Madre. Que las palabras las acune el viento, que las mueva con mano amorosa, que se tiñan de la emoción con el quejío de una garganta; los puños «apretaos», los ojos cerrados y el alma en la boca. Que lleguen hasta ellos el sentir de un pueblo que los adora.

¡Cuidad bien ese palio! ¡No la mezáis demasiado! Que es pequeño su cuerpo pero grande fue lo que llevó en su seno. ¡No la mezáis demasiado! Hacedlo con mimo y cuidado; que lleváis a la Reina de la Sierra y no hay tesoro más preciado.

 

Un cofrade sabe los nervios que se viven esa última semana de Cuaresma; cuando hay mil detalles por concluir. Las tallas de los hombres de trono ya están todas entregadas, y las túnicas de los hermanos esperan en cada casa, colgadas en perchas, limpias y planchadas, las mejores galas para acompañar al Señor en su camino de Pasión. El libro de reglas que abre la procesión, las velas para la Virgen que no acaban de llegar; las flores para los tronos, que jamás son suficientes. ¡Hay que limpiar los enseres! ¡Los incensarios, que estén relucientes! «Que todo esté listo, que ya estamos en capilla», se escucha en cada casa hermandad a  los hermanos que se reúnen. Siete días con sus siete noches; ojos que miran al cielo; implorantes y esperanzados. «¿Hará buen tiempo? ¿Lloverá?», se convierten en las preguntas más oídas en todas las calles y en todas las casas. Ojos que se alzan al cielo, ruegos en silencio para que, por una vez, la preciada lluvia que necesitan nuestros campos respete unos días en los que nuestra fe nos va a llevar en volandas.


Al fin llega el Domingo; ese que trae olor a primavera, a palmas y a olivos; con esa brisa que llega y que te arrulla la espera y te acaricia las mejillas. Recuerdos de niña, con ese abrigo recién estrenado, o los zapatos nuevos y relucientes. Hay que ir como un pincel. Padres e hijos con sus mejores galas para darle la bienvenida a la semana más grande.

Los nervios contenidos y los ojos brillantes. En la casa del hermano mayor se van reuniendo los primeros nazarenos, que hacen su camino por el pueblo hasta la iglesia; en silencio. Rostros cubiertos que esconden una expresión ilusionada porque, al fin, después de un largo año, volverán a estar a los pies de su Señor de la borriquita, cual pueblo que aguarda la llegada de quien va a dar la vida por nosotros.

Bondad. ¡Qué palabra tan sencilla, pero qué grande es lo que encierra! Y es en tu rostro apacible en donde podemos verla, Señor; ese rostro que sabía qué le aguardaba tras esa acogida en Jerusalén por parte de ese pueblo, entre palmas y olivos; entre gritos de alabanzas y bendiciones a tu santo nombre.

Junio de 1982: Ardía una capilla de una hermandad en el pueblo sevillano de Alcalá de Guadaira. Una desgracia. Yo era un niño, pero recuerdo, como si fuera ayer, a mis tíos Pepe y Auxi contar apenados a mis padres aquel episodio que les había ocurrido a unos conocidos suyos. Como también recuerdo cómo hablaban del milagro que había sido que se salvara de las llamas las manos y el rostro del Señor.

Y fue así como llegaste a este pueblo; a las 3 de la mañana, por la mediación de unas personas que no quisieron que quedaras como un trozo carbonizado sin cuerpo; personas que, con mimo, amor y tesón, trabajaron durante muchos fines de semana para restaurarte y darte un nuevo hogar, aquí, en Sierra de Yeguas; un pueblo que te aguardaba sin saberlo; un pueblo que te acogería con los brazos abiertos y el corazón desbordante de alegría.

Las cinco y media de la tarde y ya hay ganas de verte, Señor. Montado en esa borriquita, con tus ropas en blanco y granate: blanco de luz de sol, blanco de esas sencillas flores que salen en los márgenes de los caminos. Blanco del color de la paz, la que tú traes contigo; la que vemos en tu mirada y en tu gesto al bendecirnos. Granate; el color de la sangre que vas a derramar por todos nosotros; granate como los claveles que adornan tu trono. Granate, como los corazones que te esperan para verte.

Pollinica; camina con paso firme, que sobre tu lomo llevas al Tesoro del Cielo; al Dios hecho carne, al Redentor de nuestros anhelos. Pollinica, no vaciles; alza la cabeza y avanza, que mayor suerte no tuvo ningún ser en esta tierra.

«¡Hosanna el que viene en nombre del Señor!», proclamaba el pueblo de Jerusalén. Arrojaban sus mantos al suelo para que Tú pasaras subido en aquel pequeño pollino mientras alzaban las ramas cortadas de olivos a tu paso, ese símbolo de paz, paz que tú viniste a traer, Señor. Queremos ser ese manto, Señor de la Bondad; ese manto que sirva para que camines entre nosotros. Que te mezas bajo ese olivo que te cobija en tu trono, agarrado a esa palma que nos gustaría que fuera nuestra mano.

Bondad, dame la mano por la calle Harina, que vamos subiendo poquito a poco. Despacio primero, que no hay prisa; que este Domingo de Ramos perdure tanto en nuestro recuerdo como podamos. Comienza una marcha, comienza la alegría, los quintos aceleran el paso, meten el hombro “Vamos con Él para arriba”, que no decaigan las ganas, que llevamos en volandas al Señor de la Bondad en su entrada triunfal en Jerusalén, que ya el final se acerca, el triunfo de un pueblo que celebra tu llegada.

La tarde va cayendo demasiado rápido entre los campos de nuestro pueblo. El tiempo se nos escurre entre los dedos mientras tú recorres nuestras calles. Nosotros, tus hijos, salimos a tu encuentro en cada calle, en cada esquina, en cada plaza. Y Tú, con esa mirada amable, nos bendices desde tu trono; bendice sobre todo a los más jóvenes, esos que te portan. Apenas hombres, apenas comenzando a vivir, pero llevando sobre sus hombros la bondad de tu nombre; soportando el peso de quien entró por Jerusalén como un profeta, como el Hijo de Dios que es. Como la reencarnación viva del Padre.

Bendice a nuestros hijos, Bondad mira bien por ellos. Vestidos de nazarenos, algunos caminarán delante de ti por primera vez, entusiasmados, con sus palmas y sus ramas de olivos anunciando tu llegada.

Bondad, mira por todos nosotros, que te necesitamos.

 

La semana avanza. Lunes Santo. Se hace de noche. Silencio.

Los portones de la Iglesia de Navahermosa se abren y, tras ella, la cruz de guía se aposta. De ella pende un sudario, ese que sirvió a José de Arimatea y a Nicodemo para descenderte del madero. Su blancura nos conmueve, como también lo hace ese murmullo que ya llega a nuestros oídos del inicio del rezo del Vía Crucis.

Te portan, Señor, entre cuatro antorchas a ritmo de un tambor que repica a muerte. Silencio solo roto por el caminar de quienes vamos junto a ti, de quienes te llevamos sobre los hombros. Decenas de personas te siguen entre las oscuras calles que conducen a nuestro pueblo, ahora solo iluminadas por las velas. El pueblo se halla en tinieblas. Rezos de Padrenuestro murmurados que se elevan a la noche; noche en la que los creyentes nos encontramos hasta que llegue el momento de tu resurrección.

Señor de la Clemencia y del Perdón, tu pueblo te aguardaba para reencontrarse contigo

Estremece tu sencillez, esa madera oscura que le da color a tu piel; ese rostro sereno que se enfrenta a la muerte; esos simples cuatro hachones que iluminan tu rostro y nos salvan de las tinieblas.

El frío de la noche se hace más intenso y una helada brisa sopla las velas. Hay que abrigarse; que el frío no nos detenga; que no sea un obstáculo para seguir rezándote.

Un rezo te detiene, una oración que emerge de lo más hondo que tenemos en nuestra alma; que nos cuenta entre quiebros el sufrimiento que padeciste en la Cruz, señor de la Clemencia y del Perdón. ¡Clemencia!, grita tu pueblo, esa que contigo no tuvieron. ¡Clemencia! ¿Qué suerte de justicia ejercieron ante el Rey de Reyes? ¡Cuánta humillación recibiste! ¡Cuánto sufrimiento te llevaste sobre los hombros! Señor del Perdón, porque es tan grande y tan infinita tu misericordia que nos perdonas cada vez que nos apartamos de ti, cada vez que te negamos, como hizo Pedro en el monte de los Olivos; cada vez que miramos a otro lado y no te buscamos. Perdónanos, Padre, porque no sabemos lo que hacemos.

La noche se vuelve cerrada. Ojos bajos que miran hacia el suelo y un rezo que rompe el silencio.

La nube en la oscura noche

a la luna eclipsó,

porque ha muerto el Rey de Reyes,

Aquel que nos perdonó.

 

Ha muerto el Rey de Reyes,

Jesús, el Nazareno.

Perdón pidió por nosotros,

eso que no merecemos.

 

¡Clemencia!, gritan algunos,

aquellos que lo conocieron,

¡Clemencia!, grita una madre,

rota, por el desconsuelo.

 

La nube en la oscura noche

a la luna eclipsó,

porque ha muerto el Rey de Reyes,

Aquel que nos perdonó.

 

 Al fin regresas a tu templo con el mismo silencio con el que saliste. Nos despedimos de ti, no sin antes ponernos a tus pies y rogarte que nos guardes, Cristo de la Clemencia y del Perdón, concédenos la gracia de volverte a ver, para acompañarte en tu calvario. Solo nos queda el momento glorioso de tu Resurrección y de regreso a Dios, nuestro Padre.


Martes Santo, ya es de noche. Nos arrebujamos en abrigos y bufandas; que, aunque sopla un poco el viento de solano, hace frío pese a que, por el calendario, ya hemos entrado en primavera, esa primavera que de día huele a flores, pero que de noche se llena con el aroma de la tierra.

La luna, casi llena, ilumina las calles con su plateada luz. Se oyen pasos que se dirigen a la iglesia. Nadie habla, tan solo se escucha el silencio. Esa es la palabra que resuena en la mente de cada una de las serranas de camino a la procesión de las mujeres. Silencio.

Ante el altar nos espera la Santa Cruz de la Ambrosia y la lectura del Vía Crucis rompe el silencio por primera vez en la noche. Nuestros ojos cerrados, pero tras nuestros párpados las imágenes se suceden tal y como lo cuenta las escrituras: esos Olivos no están en aquel lejano huerto de Getsemaní, sino en nuestros campos, regados con nuestra lluvia y creciendo bajo nuestro sol de Andalucía. «Aparta de mí este cáliz», que sea el peso de esta cruz el que llevamos sobre nuestros hombros, tal como Jesús llevó el madero hasta el Calvario.

Así, caminamos como Tú debiste hacerlo en aquella Vía Dolorosa que fue testigo de tu sufrimiento: en silencio y con la mirada baja. Recorremos las calles con la imagen de Nuestra Santa Madre en las mentes y en nuestras oraciones; la imagen de aquella mujer que soportó lo que ninguna madre debería soportar: ver a su Hijo amado sufrir.

Caminemos con ella, acompañémosla, como esas otras mujeres que iban a su lado en aquel duro trance con solo un final posible. Seamos como ellas, que tomaron su mano en aquel difícil momento, que fueron su sostén y su refugio; las que compartieron con Ella lágrimas y sollozos, dolor y desasosiego por ver cómo lo más preciado, ese que nació de su vientre, caminaba llevando la cruz de nuestros pecados, esa que simbolizamos este día de Martes Santo.

Como Tú queremos portar tu cruz. ¡Qué pretenciosas somos, Señor! Porque, a veces, nuestras cruces no son más que insignificancias, pequeñas cosas a las que nos agarramos y que solo toman relevancia cuando las comparamos con el sufrimiento que padeciste.

«¡Mujeres, caminemos!», quisiéramos gritar; pronunciar con nuestra garganta cerrada la emoción de llevar esta cruz.

Nos detenemos en cada estación, preparada con un pequeño altar. Con la luz del alumbrado apagada, la Palabra del Evangelio nos hace mella; nos interpela y nos llama personalmente, a cada una de nosotras, por nuestro nombre. Para cada una es distinto, cada cual deja que su corazón le dicte. Y, a cada paso que damos, en cada parada que hacemos, la emoción nos va llevando en alas.

Mis recuerdos se agolpan en mi mente si cierro los ojos. Mi madre. Dejadme un momento que la recuerde. Caminábamos juntas, a veces del brazo. «Cuidado por donde pisas, que está oscuro y no estamos para tonterías, mamá», y mi madre asentía y me sonreía. Con ella crecí en la Fe; ella me inculcó su amor y su devoción a María Santísima y a su Hijo; a ella le debo mucho más de lo que una hija le puede deber a una madre. Dejad que la recuerde hoy con emoción y con sentimiento.

Cuando devolvemos la cruz al lugar que la guardará hasta el día siguiente, inexplicablemente, nuestros hombros pesan menos. Porque hemos compartido contigo, Señor, nuestras penas y nuestras preocupaciones. Sabemos que es una insignificante parte de lo que tú portaste y soportaste, pero nosotras sentimos que nos acerca a ti. Y estar cerca de ti es el mejor lugar en el que nos podemos encontrar.

 Nos toca a los hombres tomar el relevo de las mujeres, el peso de esa cruz que a cada cual se le hace distinto. Cada cual, recogido en silencio, con el corazón por delante y el alma expuesta, se postran ante ti, Señor, con el firme convencimiento de que deseamos caminar a tu lado y llevar en tu lugar, aunque sea por unos momentos, esa enorme carga que tú portaste.


Miércoles Santo. Silencio. Que el aire en el cielo se calme, que los insectos en los campos se acallen. Caminad con cuidado; que nada perturbe la quietud de esta noche. Que solo resuene en la oscuridad nuestros rezos y nuestras oraciones elevadas al Cielo.

Las voces se aquietan tras el primer rezo y salimos a la calle portando la cruz, con nuestros deseos de parecernos a Simón, el cireneo, aquel sencillo hombre de campo que ayudó a nuestro Señor en su camino al Calvario; aquel que alivió parte del peso que Él llevaba sobre sus hombros.

Cada parada ante uno de los altares en donde se lee la siguiente estación del Vía Crucis es una oportunidad para que nos hable a cada uno de nosotros, con nuestro nombre y apellidos, en el recogimiento de la noche. Ojos cerrados y corazón abierto a lo que nos quiera contar, a lo que nos quiera pedir. «Aquí están tus hijos, Señor, deseosos de oírte y de ofrecerte aquello que nos pidas a cada uno».

Silencio, silencio solo roto por unos rudos carraspeos y los pasos bajo la luna en un pueblo que siente el peso de la cruz a sus espaldas.

Una saeta quiebra el ambiente, como una flecha disparada al corazón de cada uno de nosotros. Una saeta que se alza en el viento, una saeta que eleva al Cielo los lamentos de nuestros pecados y que llega hasta los oídos de aquellos que te siguen; que estremece el alma y el corazón, que lo comprime con un quejío y un quiebro de la voz. Ojos cerrados, puños apretados y el sentimiento de un pueblo a flor de piel.

No puede soportar la garganta tanto pesar contenido, tanto silencio que se vuelve pensamientos dirigidos a Él, el que dio la vida por nosotros; a Ella, su madre, la madre de todos, la que caminó a su lado, la que le enseñó a amar al Padre.

El frío de la noche va haciendo mella en cada uno de nosotros, los que vamos tras la cruz. Nos subimos los cuellos de las chaquetas. «Que hay que reservarse. Que mañana tenemos noche grande».

Silencio y el tiempo se nos va escurriendo entre los dedos, como la cera de esas velas encendidas, que son las únicas que mancillan la oscuridad de las calles. Noche de primavera que huele a campo.

Una parada más, un rezo más. Algunos alzamos los rostros al cielo porque allí está alguien al que quisimos y que nos estará mirando y que, en espíritu, nos estará acompañando, como nosotros acompañamos al Señor. Va por ellos estos rezos, esos minutos de recogimiento mientras portamos la Cruz de la Ambrosia, esta cruz que nos representa como pueblo, como comunidad que ora al Hijo y que quiere seguir sus pasos como cristianos.


Acaba un nuevo día, el que, por desgracia, nos dice que ya hemos pasado el ecuador de nuestra semana más grande. Los tímidos rayos del sol se esconden entre las ramas de los olivos de nuestra tierra, como debieron ocultarse aquella otra tarde, tan lejana en el tiempo y tan lejano el lugar, cuando Nuestro Señor se retiró a orar en aquel monte, al que decían Getsemaní.

Se retiró a orar, a hablar con su Padre, que es el nuestro, ese que nos entregó a su único Hijo. «No hay amor más grande que el que da la vida por los demás». No hay nada sobre la tierra ni bajo el cielo que pueda igualar eso.

Momentos de flaqueza. ¿Quién no los ha tenido? ¿Quién no ha cerrado alguna vez los ojos y ha rezado para que nuestros problemas desaparezcan? «Si puedes, aleja de mí este cáliz». Señor, nuestros problemas ¡qué pequeños parecen al lado de los que tú padeciste! Traicionado por los que decían ser tus amigos; negada cualquier relación contigo. Señalado, apresado. Humillado. Vendido por treinta monedas de plata.

¡Señor! ¡Cuánto sufrimiento cargas sobre tus hombros! ¡Cuántas lágrimas derramadas en aquel campo de olivos!


Jueves Santo. Jueves de pasión. Jueves de Amor. Pasión de un pueblo que espera reunirse con el Señor. Amor de aquel que dio la vida por nosotros; Amor del que no quiso pasar ese cáliz, que lo asumió sabiendo cuáles eran las consecuencias de su decisión.

¡Qué largo se nos hace ese día, a la espera de ver a nazarenos con sus túnicas blancas y salir para encontrarnos contigo ante tu trono! Pero tú, en tu infinita paciencia, nos aguardas hasta que lleguemos. Señor de la Humildad, con esa serenidad que transmites solo con verte; como aquel que asume el destino que han escrito para él.

Tantas emociones al estar ante ti, Señor. Alegría, tristeza… Emociones que nos traspasan el alma. ¡Cómo mirarte a la cara! ¡Cómo mirarte a la cara y no recordar a mi padre, que te llevaba cerca del corazón en esa medalla que guardo con cariño, el mismo con el que él te lucía, orgulloso de su Señor de la Humildad! ¡Cuánto te quería! ¡Cómo te esperaba cada Jueves Santo en la plaza para verte salir! ¡Cómo mirarte a los ojos y saber que, en pocas horas, encontrarás de nuevo la muerte de manos de aquellos que te vendieron!

Tú nos esperas, Señor de la Humildad. No existe paciencia más infinita que la tuya.

Mi infancia y mi juventud también están escritas con recuerdos de tu presencia. ¡Cuántas veces he escuchado en casa las historias de cómo llegaste a éste, que ahora es tu pueblo! ¡Cuántas veces habré oído la manera en que recalaste en casa de mis abuelos! Y fue así porque debía ser; el destino quiso que aquí tuvieras tu casa, una que te aguardaba con los brazos abiertos, como aquellos que esperan a esa familia que llega de lejos.

Mis recuerdos tienen la alegría de toda la familia por aquí para asistir a los Santos Oficios, el olor a magdalenas de mi tía Paca y mi madre, el sabor de las flores fritas de mi tía Reme, el del color de la túnica que vestían mis hermanos y mis primos para acompañarte en tu caminar por nuestro pueblo, ese que, año tras año, te acoge y te cuida, como tú acoges a todo aquel que desea reencontrarse contigo, cualquiera que sea su procedencia. También tienen mis recuerdos el olor de los claveles; esos que dejan a tus pies antes de que creen un rojo manto que adorna tu trono; rojos como la sangre que mana de las heridas que te han infligido, la sangre que brota de esa corona que han colocado sobre tu cabeza. ¡Cuánto duele verte así, coronado con espinas, cuando tu realeza no es de este mundo!

¡Qué emoción cuando nos paramos ante ti, Señor, y bajamos la cabeza como señal de respeto! ¡Qué emoción sentirte tan cerca, como si nos estuvieras hablando al oído! ¡Qué emoción cuando te presentamos a nuestros hijos, cuando le decimos que te tiren besos y les contamos que tú nos recibirás en el cielo! ¡Qué emoción que nos vuelvas a encontrar!

Y lo hacemos al caer la tarde. Sentimientos a flor de piel dentro de la iglesia, junto a tu trono. Decenas de rostros se alzan hacia ti y murmuran rezos en silencio, oraciones llenas de fervor que nacen del fondo de nuestros corazones. Ojos que se cierran, incluso lágrimas que se escapan. Cada uno tiene sus motivos, eso solo el cielo lo sabe. «Que quede entre tú y yo, Señor».

Y es la hora de recordar a todos aquellos que ya no pueden volver a ver tu rostro; ese que mira hacia abajo, con humildad y con resignación. Aquellos que, una vez, te acompañaron por nuestras calles y plazas, aquellos que, a ratos, llevaron tu cruz a cuestas, aquellos que ahora están disfrutando de la Gloria de tu compañía. Los recordamos con un cariño que nunca se extinguirá, y cada Jueves Santo, estarán a nuestro lado, ayudándonos a portar el cirio o la insignia de la cofradía o aguantando con nosotros sobre nuestros hombros el peso de tu trono.

Fuera, la campana se escucha anunciando tu salida. Ya se mueve. El murmullo se acalla cuando el portón de la iglesia se abre y el silencio que se produce sobrecoge el alma. «¡Que ya viene! ¡Que ya sale!». Que el Señor aguarda humilde su destino, y no hay cosa más cierta.

«¡Qué sale el Señor de la Humildad!». Todos los serranos contenemos un poquito la respiración al verlo asomar. El trono avanza hasta el dintel del templo, despacio, paso a paso. Al fin está ahí, e irrumpimos en palmas emocionadas y sentidas cuando la banda rompe ese contenido silencio en el que estábamos sumergidos, con esa primera marcha, con ese sonido de corneta y ese primer redoble de los tambores que nos levanta en andas para estar más cerca de Él.

Delante de ti estamos de nuevo, Señor. Ante ti, con el corazón lleno de alegría, las manos apretadas y un suspiro contenido en el pecho al verte dar los primeros pasos en la plaza. Y en las gargantas se agolpa un «ay», un lamento en forma de cante, que pica por salir. «Quien canta reza dos veces», dice San Agustín, y hay palabras que expresan más al compás de una saeta.

La emoción se palpa en el ambiente, en la gente que se reúne en las aceras para verte pasar, para saludarte y rezar unos minutos ante tu presencia, señor de la Humildad. Tú, con tu infinita paciencia, sabemos que son escuchadas y llevadas ante el Padre. Señor de la Humildad, con tu mirada triste y tu lento caminar.

El toque de la campana va marcando el paso. «Despacio», que nos dé tiempo a mirarlo y a rezarle un poquito». «Despacio y con cuidao». Que se haga eterna esta tarde; que dure por siempre en nuestros corazones. Que la Humildad se hizo hombre y caminó entre nosotros.

El cielo se tiñe de jirones anaranjados al caer la tarde antes de que el oscuro azul de la noche se pose como un manto sobre los campos. El frío comienza a calar los huesos y hay que cubrirse bien, pero eso no impedirá que los serranos acudamos a la cita que tenemos con Nuestro Señor de la Vera Cruz y su Santa Madre, la Virgen de la Esperanza.

Vera Cruz. Cruz verdadera, esa que portó Jesús hasta aquel monte, el monte de la Calavera; en donde lo esperaban para ser clavado en ella junto a dos ladrones, en donde se burlaron de él y sortearon sus ropas. Y, aun así, en tu infinita misericordia, le pediste al Padre un perdón para aquellos que no lo merecían. Agónico final tuviste en el madero, Señor de la Veracruz, en ese en el que padeciste y expiraste y que se ha convertido, para nosotros, los cristianos, en signo de veneración.

Y a tus pies, en ese infame monte, Nuestra madre Esperanza. Ancla de nuestra fe. Portadora de nuestros anhelos. Promesa del Cielo. Esperanza que camina junto a su hijo, guardándose esas lágrimas que ninguna madre debería verter al ver al fruto de su vientre padecer como lo hizo Nuestro Señor. Y Ella siempre a su lado; discreta, fiel, silenciosa, conocedora del destino de quien va a dar la vida por aquellos que lo están llevando a la muerte. Esperanza, Esperanza que no se pierde; Esperanza, Esperanza que perdura a lo largo de los siglos. Esperanza, Esperanza… a ti te rezamos hoy, Madre, de pie en ese Calvario, a los pies de la cruz.

Es de noche cerrada cuando las luces de la plaza se apagan. «Ya es la hora». Es un pensamiento que todos tenemos. Capas verdes de nazarenos y mujeres de mantilla, de riguroso luto, que el Señor expiró en la Cruz y no puede marcharse solo.

Alzamos la mirada y nos ponemos de puntillas. Una emoción nos embarga cuando tu imponente trono va saliendo, poquito a poco. El toque de la campana va avisando de las maniobras, la voz ronca del capataz y un siseo que ruega silencio. Entonces, al fin, la figura recortada de la Veracruz traspasa las puertas para encontrarse con tu pueblo, que lo ha añorado durante doce largos meses para poder estar de nuevo a sus pies.

Suenan cornetas y tambores y al compás de la marcha mecen el trono para mostrarlo al pueblo que los espera. ¡La emoción nos embarga! Y hay que tragarse el nudo que se aloja en nuestras gargantas y que empuja lágrimas de nuestros ojos.

María Santísima de la Esperanza, vuelve los tuyos hacia nosotros, esos que te rezamos cada día; esos que han inculcado en sus hijos la fe en ti. Míranos con cariño, imperfectos que somos; míranos con dulzura, como solo una madre sabe hacerlo. Haz de tu nombre un reclamo en nuestros labios, Esperanza; haz de tu nombre nuestra razón de ser y de sentir. Ánclanos a tu Hijo por siempre y danos cobijo bajo tu manto, ese que te adorna y te hace la estrella más brillante del cielo.

La noche va, poco a poco, consumiendo sus horas. Lo hace demasiado rápido, pero aún nos queda Jueves que vivir. Frío en el exterior, sí, pero dentro de cada uno de nosotros está encendida la llama por haberos podido ver, a ti, Señor de la Humildad y a vosotros, Señor de la Veracruz junto a tu madre, Esperanza de los Cristianos.

Pero aún nos queda por vivir ese momento de fraternidad, ese momento que cada serrano espera, que cada cofrade espera: el encuentro de las dos hermandades, haciendo camino juntas. Porque es el mismo Señor al que ambas veneran, el mismo bajo distintos nombres, Humildad y Veracruz.

Veracruz y Humildad.

 Las campanillas anuncian la llegada del Señor de la Humildad, alumbrado con los faroles y tras la estela de los cirios prendidos de los hermanos en una noche que brilla con luz propia. La banda los acompaña, incansables, paso tras paso, ayudando con cada pieza musical a que el peso de ese trono sea llevadero.

Todo el pueblo se agolpa para aguardar la llegada de la Madre y el Hijo bajo la sombra alargada de esa Cruz en la que lo pusimos.

No se puede describir ese momento cuando el Señor de la Veracruz detiene su trono junto al del Señor de la Humildad; hay que estar aquí para vivirlo; hay que ser serrano de corazón para que esa imagen conjunta haga que te emociones, aprietes los labios y te tragues las lágrimas. Hay que ser serrano de corazón para entender el sentimiento de hermandad que nos une en ese momento, ese en el que caminamos juntos todos, con el mismo Amor y la misma entrega, al ritmo de la misma marcha procesional.

El corazón amenaza con estallarnos en el pecho al verlos a Ellos, a los que, a cada uno de nosotros, nos gustaría llevar en volandas, que no tocaran el suelo, que se mecieran para siempre al compás, solo roto por el sonido de una saeta, que hace que todos enmudezcan.

El sonido de la campana detiene el vaivén y, ya cada uno, prosigue su camino. Pero la noche no ha acabado. Tenemos una cita con la «Hora Santa». Ahí no hay marchas, no hay gritos de alabanza a la grandeza de los Reyes del Cielo; solo existe el recogimiento, la charla interior, el bombeo de un corazón que trata de abrirse a Dios, de postrarse ante el Santísimo.

Es momento de oración, de mostrarse tal cual uno es ante aquel que nos conoce mejor que nadie porque fue Él quien nos creó y será a Él a donde regresemos una vez que nuestro paso por este valle haya llegado a su fin. «Así soy, Señor, imperfecto», pero dentro tenemos la convicción de que, aun siendo de esa manera, tú me quieres como nadie jamás podrá hacerlo y de que en ti podremos encontrar ese Amor Verdadero, ese Amor del que dio la vida por nosotros.


Hora Santa. Hora de vigilia. La hora de silencio está cerca.


La mañana huele a rocío, a cera derretida, a flores cortadas. Huele a tierra mojada. Mañana de pasión, largos y pesados pasos nos dirigen a la iglesia para acompañarte con nuestros rezos. Prepararnos para dar ese último paseo contigo, Señor, antes de que llegue la hora en que te entregaste a los brazos del Padre y le encomendaste tu alma para salvación nuestra.

Tres golpes. Silencio.

Tres golpes. Se resquebraja mi corazón.

Tres golpes más. Y se abren las puertas del templo cual martillazos abren las heridas en tus manos y pies.

Nueve golpes que abren nuestro Viernes Santo cual pórtico de la Gloria serrano.

Nueve golpes que resuenan en la plaza y en el alma de cada uno de nosotros como resonaron en tu centro cuando venían a prenderte mientras orabas al Padre suplicándole alivio en el Huerto de los Olivos, “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán”

Ya ha llegado la hora, no hay marcha atrás. Un ángel enviado por el Padre te reconforta para infundirte valor porque, aun sabiendo que tu templo se levantará en tres días, eres hombre y padeces el sufrimiento de quien sabe su muerte cercana.  A nosotros, los serranos, cuando en el Pregón de Jesús se nos convoca, es como si el Padre nos enviara a ese ángel alentador para que salgamos valientes por las calles a acompañar a nuestro Jesús Nazareno y a Nuestra Santísima Madre de los Dolores diciendo a voz en grito que tu muerte no es el final.

Nazareno. Jesús de Nazaret. Eso rezaba el rótulo que clavaron en la cruz. Rey de los judíos. Mofa de tu pueblo, que prefirió condenarte a la muerte sin haber hecho más que el bien allá por donde pasaste y con todo aquel que se cruzó en tu camino.

Nazareno con la cruz a cuestas, simbolizando todos nuestros pecados, esos que echamos sobre sus hombros. Nazareno caminante, justo antes de encontrarse con las santas mujeres, con aquella que le enjugó el rostro de sudor y de sangre, cuando Él apenas podía vislumbrar el duro trecho que se abría ante sus ojos. Jesús Nazareno; antes de encontrarse con su madre.

Nos esperas con tu infinita paciencia sobre tu trono, con tu rostro dulce y tu mirada perdida. Morado y oro; morado de penitencia y de dolor; oro de la divinidad, de los reyes, que clama tu origen como Rey del Cielo. Morado y oro en esa túnica que se mece en la primera «levantá» sobre un monte de claveles granate, símbolo de cada gota de sangre que derramaste.

El tímido sol de la mañana se atreve a acariciarte. ¿Cómo rivalizar con el auténtico Sol, ese que comienza su paseo por nuestras calles?

Antes de que el primer redoble de tambor rasgue el silencio en el que está sumida la plaza, una voz se alza: « ¡Al cielo con él!», y como uno solo, sus hombres de trono lo alzan sobre sus hombros. ¡Cuánto desearíamos muchos estar bajo tu peso, Señor! Llevar sobre los nuestros tu sagrada figura; aliviarte en esa última caminata antes de que perezcas a manos de tu pueblo.

Míranos con bondad, Nazareno, te lo piden tus hijos, que levantan la mirada hacia ti, sabiendo que somos indignos de mirarte a los ojos. Míranos con Amor, Nazareno. Que tus penas sean las nuestras y nuestros hombros los tuyos, para llevar esa cruz que tanto te pesa. Míranos, Nazareno y reza por tus hermanos.

Sirva el cielo de nuestro pueblo como telón para tu sagrada imagen, ese cielo que se vuelve más azul cuando Tú estás bajo él. Sirva como marco para cantarte, para bendecirte y rezar cuando pasas por nuestra vera.

Dejadnos, hermanos, que nos emocionemos cuando recordamos a Nuestro Padre Jesús Nazareno al pasar ante la puerta de su Madre, nuestra venerada Virgen de los Dolores, que lo espera como solo una madre espera a su hijo, con el corazón en la mano, sabiendo que nunca jamás volverá a su pecho.


Llega el momento más esperado para nosotros, como cofrades, que desde bien temprano se vive intensamente en nuestro hogar, mientras nos colocamos las túnicas negras y nos dirigimos, con la cara cubierta, a nuestra casa de hermandad.

Con los ojos aún pegaos

por no haberme querido perder ná,

me levanto dando un salto,

porque empieza el ritual.

 

¡Qué maravilla despertar

los Viernes Santos en esta casa!

¡Venga, hijo!, que va a empezar

el día grande de tu hermandad.

 

Recuerdos y nostalgia que afloran,

añoranza poderosa que embriaga,

Palabras inolvidables que resuenan

que ojalá volvieran,

aunque por un instante fueran.

 

«Mete la cabeza por aquí, así. El cinturón bien puesto, no te vayas a pisar la túnica cuando te agaches. Tráete un imperdible, que vamos a coger bien el pañuelo, que tu abuelo estaría orgulloso de saber que aún lo llevas. El escudo, así, muy bien, ahí, cerquita del corazón. Los negros, si, los zapatos los negros. El capirote es para ponérselo, no para llevarlo en la mano».

«¡Ole ahí esos buenos nazarenos! Toma algo antes de irte, ¿no?, que la mañana es larga. No te salgas de la fila, vamos a hacer las cosas como Dios manda. Nosotros, tu madre y yo, acompañaremos a la Virgen, estaremos tras Ella. ¡Ah! y si te tienes que salir, visita a Josefita, que le dará alegría verte llegar y te está esperando, que te ha hecho roscos y tortillitas de bacalao».

 

Cuando asomas por la puerta,

el día del Viernes Santo,

vuelven a mi memoria,

preciosos recuerdos de antaño.

 

Sonidos que aclaman al alba,

palabras que resuenan

por los rincones de mi casa.

 

Olores intensos a túnicas recién planchadas

y sentimientos a flor de piel

¡Qué difícil es olvidarlas!

Palabras y cosas de mis padres

que se repetían cada mañana.

 

¡Qué bonito sería poder escuchar

de nuevo esa voz al despertar!

 

Nuestro gran día, tu día mi Virgen Dolorosa

y la de prácticamente el de toda mi familia.

 

Esa voz serena, amorosa, pero a la vez nerviosa. No podía llegar tarde,

-“Cariño, que tu padre ya se ha vestido, vamos que empieza el pasacalles”.

Mi túnica preparada, cinturón, pañuelo y escudo; y ¿cómo no?, mi capirote.

“Vamos, que te ayudo”. Mi padre me esperaba hasta terminar de vestirme y, sin demora, salíamos de casa. Él, con su traje y su corbata, no podía faltar al gran día, lo vivíamos desde muy temprano.

-Nena, vamos, que te dejo en la fila, nos vemos en la iglesia para escuchar el pregón.


Después del pregón de Jesús teníamos una cita a la cual no podíamos faltar, el desayuno en casa de mi tía Anita a la que iban llegando mis primos y todo el que entraba estaba en su casa. Cuando salgo, ya veo a mi tío José y a mi tío Juan, dolorosos hasta la médula. Cómo no, en primera fila y esperando para verte salir. Emocionado como muchos, pero como nadie, a su manera. Tantas cosas en mi recuerdo que no quiero olvidar. Esos “Dolorosa: guapa” inacabados por ese nudo en la garganta, esas saetas que le gusta empezar a sabiendas de que la emoción no le dejará terminar echando mano del saetero cercano.

Rezos, peticiones, cantos… nacen de las gargantas y de los corazones. Porque, al fin estamos ante ti, Señora, y esa felicidad que sentimos se aprecia en los ojos de todos. De algunos brotan lágrimas, como esas que resbalan por tu precioso rostro, pero ninguna se acerca al dolor que Tú debiste sentir al caminar tras tu Hijo, sabiendo que su futuro acababa en aquel fatídico monte.

Dejadnos que nos emocionemos cuando la vemos enfilar la puerta y el sol de la mañana la acaricia, tímido, intuyendo que, aun siendo el astro rey, no es rival para la Reina de los Cielos.

Emoción que llega cargada de olor a rosas blancas, a calas en flor, a esos pétalos de claveles que llueven sobre su palio cuando, al fin, se encuentra con su pueblo.

Dolores llevas por nombre; Dolores, la Madre del Señor, Dolores, Refugio de los cristianos. Llevas por nombre Dolores, señora, y a ti te encomendamos.

¡Quién pudiera aliviar ese sufrimiento que tienes en el pecho! ¡Quién pudiera retirar esos siete puñales que atraviesan tu corazón de madre! ¡Quién pudiera enjugar tus lágrimas, Señora del Cielo!

Tú, en tu infinita generosidad, nos entregaste a tu Hijo para que nos salvara.

Tú, Madre, lucero de nuestras vidas, que nos iluminas a cada paso.

Tú, Madre, consuelo de nuestras tristezas, que nos abrazas en los peores momentos.

Tú, Madre, Amanecer de nuestra existencia.

Tú, Madre, espejo de sabiduría, en el que nos gustaría mirarnos y parecernos a ti, aun sabiendo cuán imperfectos somos.

Tú, Madre del Salvador, que tuviste la dicha de llevarlo en tu seno.

Tú, Madre, vestida de Reina, coronada de estrellas.

Asomas por la puerta y el corazón ya no nos cabe en el pecho. Señora, ¡míranos! Aquí estamos de nuevo, como cada año desde que tenemos uso de razón, postrados a tus pies, para acompañarte tras tu Hijo. Para darte el humilde consuelo que te podamos ofrecer, aunque nada pueda aplacar ese dolor inmenso que sientes en tu pecho de madre.

Una voz emocionada se alza sobre las demás: «¡Dolorosa!». Y el fervor que te tenemos hace el resto; y te gritamos «¡guapa!» porque, para nosotros, nada es más hermoso que tú.

Al fin, el palio cuajado de estrellas se levanta y se mece por obra de sus hombres de trono. «Tened cuidado de ella, que lleváis a la Reina». Los pétalos de las flores revuelan y las campanillas repiquetean cuando Ella echa a andar a la vez que los pequeños monaguillos agitan los incensarios y una nube prepara el camino que vas a recorrer, como la Elegida por Dios que eres.

Y verte nos aprieta el pecho, y un nudo se hace fuerte en nuestra garganta, esa que quiere cantarte, pero que las emociones impiden que salga una sola nota. Manos apretadas delante del pecho y los ojos cerrados mientras rumiamos una oración que elevamos al cielo. Y nos gustaría estar cobijados bajo ese manto que portas sobre tus hombros. Cuídanos como sabemos que nos cuidas, Madre, protégenos de todo mal y haz que seamos ejemplo de devoción para los que vienen detrás de nosotros.

Y llega el momento de encontrarte con él, con tu Hijo; ese que todos esperamos. Dejadnos que nos emocionemos un poquito hoy, hermanos; dejadnos que rememoremos hoy ese encuentro que aguardamos desde el mismo instante en que se cierran las puertas de la iglesia al acabar la procesión, ya mediado el Viernes Santo de hace un año.

Madre e Hijo frente a frente, ¿qué podrán decirse? Palabras de aliento para el Hijo; palabras de consuelo para la Madre. Ejemplo para todos nosotros, cristianos, que los veneramos y los amamos. Nuestra devoción puede tener distinto apellido, Jesús Nazareno o María Santísima de los Dolores, pero nuestra fe es la misma y se ve representada en los abrazos que se entregan nuestros hermanos mayores.

Uno frente al otro: Nazareno y Dolores. Dolores y Nazareno. Llevados en volandas por la fe de un pueblo, al compás de una marcha y del tañer de las campanillas. Uno caminando en busca del otro; los faldones del palio meciéndose a cada paso, al igual que la túnica que te viste, Señor. Bajo el cielo de Sierra de Yeguas, Madre e Hijo se encuentran.

Y tras el golpeteo de las campanas los tronos, a la vez, se levantan.

Una alabanza conjunta se escapa de cada garganta. «¡Nazareno! ¡Guapo!» «¡Dolorosa! ¡Guapa!» «¡Viva el Rey de los Cielos!» «¡Viva la Reina de los Cielos!». La emoción nos puede y las lágrimas que hemos estado aguantando durante toda la mañana acaban por rodar por nuestras mejillas entre abrazos de amistad y de hermandad que solo se puede entender si vives con la mirada puesta en los que desde arriba te observan con amor infinito de Madre e Hijo.


Sigue el Viernes su avance implacable, y la hora más oscura se acerca. La tarde cae sin remedio y las campanas se silencian: ha muerto el Rey de Reyes. Siete palabras se escucharon en aquel monte, empañadas por las burlas de quienes lo prendieron; siete palabras que nos hiere el corazón y que expresan todo el sufrimiento que padeciste.

Nuestro corazón llora; nuestra alma está rota por saber cuánto padeciste por nuestra causa, por salvarnos.

El velo del templo se rasgó y la tierra tembló cuando lanzaste tu último aliento, Señor.

Viernes Santo. Silencio. El cielo parece más triste, las voces se acallan, incluso el cantar de los pájaros parece no querer perturbar el recogimiento de este día. Viernes Santo, silencio. Nuestro Señor ha muerto.

 Ya ha caído la noche cuando los últimos nazarenos salen de la iglesia, previos al cortejo que pondrá el broche de oro de nuestra querida Semana Santa. Salen con sus cirios encendidos y sus túnicas negras, en señal de luto.

Suena la corneta; toca a muerte. Rostros serios que miran hacia arriba con tristeza al verte salir, Señor yacente. Cuatro ángeles te velan, uno en cada esquina, cuidando tu sueño hasta que, al tercer día, resucites de entre los muertos.

La plaza se sume en un profundo silencio, solo roto por ritmo de los tambores y las saetas que detienen a cada tanto tu paso. No sabemos mejor manera para orarte; mejor manera de decir eso que nos quema en el pecho; mejor manera de decirte que te queremos con nuestros cinco sentidos.

Tu madre va detrás y a Ella volvemos nuestra mirada. Soledad es tu nombre, señora. Camina lenta, delante de ese madero vacío en el que tu hijo ha encontrado la muerte y las estrellas del cielo como palio. Ondea a su paso ese sudario blanco con el que te descendieron de la cruz aquella amarga noche los santos varones.

Madre de la Soledad. Jamás un nombre dolió tanto como el tuyo. Sola quedas, Madre, que has visto morir a tu amado hijo y en tu bello rostro se ve reflejada la amargura que te atraviesa el corazón. Tus lágrimas son las nuestras, al igual que tu dolor. Marchas despacio, meciéndote a cada paso por las calles de nuestro pueblo, que te mira y te reza con devoción.

Cuando te dejamos de vuelta en tu templo, ya es noche cerrada; la más oscura y la más triste. Nuestro Señor ha muerto y solo nos queda la esperanza, tal y como Él nos prometió, de su resurrección.

 

Nunca una semana pasó tan rápido. Una semana que a los serranos nos gustaría que perdurara; una semana que nos ha permitido estar más cerca de nuestros amantísimos titulares, pero también más cerca de nuestros hermanos, de vivir conjuntamente nuestra fe y de caminar uno junto al otro en silencio, escuchándolos solos a Ellos, que nos hablan al oído con palabras amorosas de aquellos que bien te quieren.


De nuevo es domingo. Suenan las campanas de la Iglesia. ¡Jesús ha resucitado! Se ha cumplido la promesa que nos hizo y ya no está entre los muertos. Y nos deja un importante mensaje de Amor y de Perdón, de que cualquier cosa nos puede faltar, menos Dios; de que somos sus hijos y nos espera junto a su amado Padre.

La última procesión de la Semana es la cumbre de nuestra fe: Jesús ha resucitado. La pena por su muerte da lugar a una alegría que nos llena por entero y es algo que sabe el cielo azul que nos cubre y el aire que llega de la sierra, inundada con los olores de los olivos y del romero.

Solemne, bajo palio, camina el Santísimo, al que todos seguimos, ataviados con nuestras mejores galas, pues es así como se recibe al amigo largamente esperado y al que queremos rendirle honores.

Domingo de Resurrección. Cristo ha resucitado, ya no está en su sepulcro ni camina entre nosotros; ha ido a encontrarse con el Padre y vive por siempre en su Gloria.

El invierno ya ha terminado

y tu dolorosa muerte se acerca.

Vas a dar la vida por nosotros

sacando fuerzas de flaqueza,

por perdonar nuestros errores

de la manera más horrenda. En una cruz…

 

Tu muerte nos dará la vida.

Que no nos invada la tristeza,

pues con tu muerte, que fue por salvarnos,

llegará la primavera.

 

Brotarán flores hermosas

y la alegría será completa,

porque Tú vas a resucitar

dándonos la vida eterna.

Y con esto nos demuestras

que tu amor es infinito,

es amor inagotable,

un amor que es generoso

como no lo ha dado nadie.

 

Que tu sufrimiento terrenal

y lleno de coraje

avive este fuego que da vida

y salgamos a nuestras calles.

 

¡Serranos, abrid las puertas de vuestras casas

que Dios mismo pasa por delante!

Que entre la luz por las ventanas

que ahí está Dios y su madre.

 

Son brisa para el pueblo.

Que esta semana nos cambie,

que nos pide a voz en grito

que seamos buenos cofrades.

 

Hermanos unos con otros,

abrazos por todas partes,

cristianos como Dios manda,

que no nos calle nadie.

 

Anunciamos que estás vivo

que eso aquí es lo importante,

proclamar a los cuatro vientos

que moriste y resucitaste.

 

Que sufriste para salvarnos,

que tu muerte no fue en balde.


 

Queridos amigos y familia, ahora, que llegamos al final; no podemos despedirnos de todos vosotros sin agradeceros esta oportunidad que nos habéis dado, a José Agustín y a mí, de proclamar este amor que sentimos por la Semana Santa de nuestro pueblo.

Estamos seguros de que nuestras humildes palabras no han sabido expresar la intensa devoción que sentimos; la emoción que nos embarga cuando, cada Semana Santa, llega el momento de estar cerca de nuestros titulares.

Os agradecemos de todo corazón que nos hayáis acompañado hoy aquí y esperamos haber sabido transmitir el inmenso cariño que sentimos por nuestra tradición, ese mismo cariño que nos inculcaron a nosotros desde la cuna. Estas sentidas palabras de hoy son también para ellos y es nuestro mayor deseo que estén viéndolo desde el cielo.

Es hora de vernos en nuestras calles y plazas, de saludarnos, de vestir nuestras túnicas de nazarenos, de convertir a Sierra de Yeguas en un pueblo que celebra la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Nuestro Señor, de cantarle a nuestra Madre hasta que la garganta nos duela y, aunque la emoción nos pueda, Sierra de Yeguas seguirá cantándole a los Reyes del Cielo.

Hermanos y hermanas, vivamos nuestra Semana Grande como solo los serranos sabemos hacerlo.

Hermanos y hermanas, id con Dios.