Pregón de la Semana Santa Sierra de Yeguas 2.023
Este pregón fue organizado y presentado por la
Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores, el sábado pasado día 25 de
Marzo de 2.023, fue especial, al realizarse por primera vez por dos pregoneros, D. José Agustín Arias Álvarez y Dña. Montserrat Torres González, hermanos de dicha cofradía y matrimonio ejemplar, en la Parroquia Inmaculada Concepción de nuestra
localidad.
Dime qué te gustaría oír,
aunque de sobra sabes
que, a lo que vengo,
es precisamente a hablar de ti.
Háblame claro y fuerte,
dime lo que quieres escuchar,
dime cómo hacerlo diferente,
dame fortaleza y verbo
para entrar en el corazón de tu gente.
Queremos que nos ayudes,
a mostrar a Dios y a su madre
en las cosas muy pequeñas
y también en las más grandes.
Háblanos de tus calles,
de tus rincones favoritos,
de cómo nos percibes en estos días
importantes,
de los detalles que más te gustan
y de los que menos te agraden.
Tú qué quieres escuchar
si de lo que te vengo a hablar
lo sabes tú, y nadie más.
Cuéntanos de sus gentes,
de cómo celebran cuando te acercas tú,
Semana Grande;
y no te olvides de recordarnos
a los que en el alma te traen,
que viven lejos del pueblo,
que vuelven porque les atraes,
y sin ti no pueden pasar.
Te añoran cada instante
y te pregonan a los cuatro vientos,
son nuestros emigrantes.
Calle Iglesia y calle Nueva,
Calle la Cruz y calle Real
Doctor Artacho y Villavicencio
Calle Cristo y la de la Libertad.
Qué más nos puedes pedir
si esto es más que soñar.
Habiendo más bellos lugares,
que seguro los habrá,
no los cambiamos por nada.
Que solo con verte pasar
por las calles de mi pueblo,
nos podemos imaginar
aquellos pasos del Mesías
por la Jerusalén real.
¿Qué te cuento que tú no sepas?
¿Qué me dices de esas casas
más blancas y limpias, imposible,
que las preparan para tu llegada
como si de altares se trataran?
Que se llenan de familia y amigos
de alegría y dicha exaltadas
de olores deliciosos y sabores a ti,
mi querida Semana Santa.
Susúrrame bonito
para que pueda agradar,
que al corazón de este pueblo
te queremos trasladar.
Háblanos de tus cielos impolutos,
de tu sierra engalanada,
de esos tonos azules y verdes
con que te vistes cada mañana.
¡Cómo te queremos, Semana Santa!
que llenas nuestras mentes
de ilusiones desbordadas
de pensamientos y sentimientos
que se apoderan de nuestras almas.
¡Escúchame y dime algo!
Háblanos de tus saetas,
que de esto sabes bastante.
Dinos cuánto te quiere este pueblo
cuando se arranca por ese cante.
Ese canto que es oración,
como un dardo que se lanza,
de la garganta que es corazón
y corazón que se hace garganta.
De quien la escucha como un rezo
o se deleita al escucharla.
¡Cómo nos gusta una saeta!
nos encantan sus filigranas.
Sus “quejíos” y sus “¡Ay!”
son alabanzas serranas.
Esa oración sentida,
dedicada a nuestros Titulares,
es historia viva serrana;
que de forma inseparable
es parte de nuestras vidas
como un tesoro incalculable.
Siendo el pueblo testigo,
desde este escenario inmejorable
y con nuestra Virgen de los Dolores
y demás Sagrados Titulares,
a quien corresponda pedimos
que se mire por este cante,
nombrándolo, como merece,
“bien inmaterial de estos lugares”
Contéstame, ¡por Dios!
que tenemos nostalgia de ti.
Que tus Vírgenes y tus Cristos
están deseando salir
sobre los hombros de tus serranos,
para sacarte a relucir
como la mejor semana que eres.
¿Qué te cuesta compartir
con nosotros un rato de charla?
Si lo que queremos es elevarte
a la mejor de las Semanas Santas.
Semana grande de mi pueblo.
¡Qué cosas más bellas tienes!
Teniendo por protagonistas
a la más bendita de las mujeres,
y un Dios que se hizo hombre
para salvarnos de nuestra muerte.
Reverendo padre Don Francisco del Pozo,
Excelentísimo Alcalde Don José María González, Comandante de Puesto, señores
concejales, queridos hermanos mayores y directivas de las hermandades, antiguos
hermanos mayores, cofrades, familia, amigos todos. Es un gran honor y un
privilegio estar esta tarde ante vosotros, unidos en el fervor que compartimos,
en el amor sincero y profundo a un Dios que nos mira y nos asiste y que, como
cada año, venimos a celebrar a través de estas rendidas palabras.
Pero, antes de nada, permitidnos
encomendarnos, agradecer y dedicar nuestro pregón.
Encomendarnos a Él, que tanto sufrió y
que tanto Amor nos entregó. Míranos con buenos ojos. Nos entregamos a ti,
Cristo del Amor; Padre Jesús de la Bondad, Señor de la Clemencia y Perdón;
Señor de la Humildad; Santísimo Cristo de la Veracruz; Jesús Nazareno y Señor
del Santo Entierro.
Y a ti, Madre, acompáñanos ante nuestros
hermanos, como hiciste con tu Hijo camino del Gólgota; camina hoy con nosotros;
María Santísima de la Sierra, María Santísima de la Esperanza, Nuestra Señora
de los Dolores, Señora de la Soledad. Con humildad os pedimos que hoy marchéis
a nuestro lado y cojáis nuestra mano porque solo así podremos cantar las
alabanzas a vuestro Santo nombre.
Nos gustaría agradecer a nuestra, hoy
más aún si cabe amiga, Gema Segovia Almohalla, gracias por tus sentidas y
bonitas palabras hacia nosotros. Te aseguramos que el afecto mostrado en las
mismas es mutuo. Esperamos estar a la altura del testigo que nos has cedido.
Gracias de veras.
Igualmente queríamos mostrar nuestro
agradecimiento a la directiva de la hermandad de la Virgen de los Dolores por
confiarnos el pregonar nuestra Semana Santa. Tuvisteis, allá, por septiembre,
la osadía de depositar en nosotros esta encomiable labor que aceptamos de buen
gusto, sin pensar lo que se nos venía encima, un pregón distinto, un pregón de
dos personas. ¡Vaya cuaresma más larga nos habéis hecho pasar este año!
Pero gracias, gracias de verdad. Es un honor
para nosotros que nos hayáis elegido como pregoneros de este año, simples
hermanos de a pie de la hermandad, seguro que otros son más merecedores de esta
tarea. Nos enorgullece que nuestros nombres
figuren entre los pregoneros de Sierra de Yeguas, esperamos estar a la altura.
De la misma manera permitidnos dedicar
este pregón a quienes son los verdaderos responsables de que estemos aquí hoy:
nuestra familia, la de José Agustín y la mía.
Sabemos que, con solo esto, no es
suficiente para expresar nuestro profundo agradecimiento por todo lo que habéis
hecho por nosotros. La educación y ejemplo continuo que nos habéis
proporcionado han sido invaluables y nos han ayudado a convertirnos en las personas
que somos hoy.
También queremos agradeceros por
habernos enseñado la verdadera religiosidad cofrade. Vuestro amor, dedicación y
empeño desinteresado a esta tradición ha sido una gran inspiración para
nosotros y han ayudado a desarrollar nuestra propia manera de entender la
pertenencia a una hermandad.
Pero lo que más admiramos es vuestra
honestidad y honradez. Habéis sido un ejemplo para nosotros durante toda
vuestra vida y siempre nos habéis alentado a confiar en vosotros. Vuestros
valores morales y religiosos nos han guiado en todas nuestras decisiones y nos
siguen ayudando para llegar a convertirnos en buenas personas y mejores
cristianos.
A ti, papá, que para nuestra alegría
estás aquí hoy, y vosotros tres, que nos miráis desde ahí arriba… Estamos seguros
que estáis sentados en primera fila para no perderos nuestro pregón,
disfrutando de la plenitud celestial junto a Nuestro Señor Jesucristo y su
Santísima Madre. A VOSOTROS, GRACIAS. Nos duele mucho no teneros aquí, pero
sabed que vuestro amor y enseñanzas están reflejados aquí, en estas palabras, y
vivirán a través de nosotros.
Semana Santa… No hay dos palabras más
importantes para nosotros, los cofrades. No hay fiesta más grande ni tiempo más
esperado. «Que cae en abril este año», se escucha en las tertulias y en las
reuniones. «¡Qué largo se nos hará marzo!», dice alguien, poniendo en sus
palabras el sentir de todos. Que la cuenta atrás se dispara con el Miércoles de
Ceniza y las esperanzas de volver a encontrarse con Ellos revive en cada
triduo; en cada quinario y en cada función.
Semana Santa que se nos volverá a hacer
lejana cuando se cierren las puertas de la iglesia de la Inmaculada el Domingo
de Resurrección y un lamento general «Ea, ya se acabó» ¡Qué lástima! Lágrimas
en los ojos, añoranza por la siguiente; anhelo de volver a caminar a su lado;
de recoger esas flores que se desprenden a su paso… Pero, junto a esas palabras
de tristeza y añoranza, se escucharán otras «Pero ya falta menos para la
siguiente». 365 días; 365 largos días para volver a estar ante Ellos, a
acompañarlos. 365 días que comienzan a descontar el Domingo de Pasión. Cuando,
al fin, vuelve a oler, al inconfundible e imborrable perfume a túnica recién
planchada y a magdalenas. A Semana Santa.
Recordamos nuestra infancia con cariño.
Recordamos muy bien esos nervios propios de los niños que anhelan seguir el
camino de sus mayores, de imitarlos; ese orgullo prendido en los ojos por estar
haciendo algo que te han inculcado desde que tienes recuerdos. La medalla de la
Virgen en el pecho, esa que tu abuela siempre llevaba, la que besaba todas las
mañanas, la que acariciaba con cariño y a la que le rezaba; esa que heredaste
cuando hiciste la Primera Comunión, que guardas como oro en paño y que sacas en
los momentos especiales. Nuestros
recuerdos están escritos con el título de Amor y Sierra, con el eco de fondo de
la banda de cornetas y tambores; escritos con el sonido quebrado
de las saetas al paso del Señor. Él, Amor, que soporta en sus heridas, con la
dignidad de un rey y que mantiene su mirada baja tras ser vendido por treinta
míseras monedas de plata. Amor… «No hay Amor más grande que el que da la vida
por los demás», nos dijo. El nuestro apenas alcanza para devolverte todo lo que
tú nos diste.
En la plaza, expectantes, cientos de
ojos esperan verte, como cada año, con tu talla pequeña pero con tu inmenso
corazón de Hijo que dio la vida por sus hermanos. Decenas de personas que
esperan tu salida, con el alma en un puño y las emociones a flor de piel. No
vemos la hora de que esos portones gigantes se abran y podamos vislumbrarte al
fondo, entre la penumbra del templo que te alberga y al que vamos a rezarte; al
que traemos a nuestros hijos para que te saluden y que nos han escuchado
decirles «cuando crezcas un poquito saldrás en su procesión».
«Despacito», dice el capataz con voz de
niño a esos otros que te portan antes de que traspases las puertas de la
iglesia y estés ante tu pueblo, ese pueblo que te aguarda y te quiere. Muchos
otros, en el pasado, al igual que lo hacen ellos ahora, te hemos llevado a
hombros, y recordamos tu peso, que cuando eres niño parece inmenso, pero que
nada es en comparación con lo que tú sufriste. A veces, aún deseo ser niño y
cargarte de nuevo al hombro, revivir esos instantes de nervios, de ilusión…, pero
eso es algo que no puede ser, es el precio de crecer y hacerse un hombre. Sin
embargo, te seguimos llevando en andas en nuestra memoria, dándote ese
empujoncito cuando te levantan, acallando ese «ay» que nos tiembla en la
garganta, tragándonos las lágrimas de la emoción de volver a tenerte delante.
«Cuidado, no se vaya para un lado», se oye decir bajito a alguien que espera a
que te levanten. No, eso no pasará, que ahí estamos muchos para sostenerte si
eso ocurre.
Ya estás fuera. ¡Qué bonito es ver la
ilusión en las caras de los niños! Sonrisas, algunas desdentadas; ojos
brillantes y movimientos inquietos mientras están parados. Ellos, con la túnica
roja y el cíngulo a la cintura; ellas, vestidas con su inmaculada mantilla y
flores en las manos. Nervios de esa primera vez, de madres que dejan a sus
hijos e hijas para que caminen delante de Vosotros; abuelos y abuelas, con ojos
empañados por las lágrimas, viendo a sus nietos seguir, con total seguridad,
sus pasos en una fe que ellos inculcaron desde la cuna. Familias unidas por una
devoción que perdura en el tiempo.
Se palpa la impaciencia en la plaza. Le toca a
Ella, la señora de la Sierra, la madre que, con tristeza, camina detrás de su
hijo, al igual que nosotros lo hacemos junto a ella.
Madres junto a sus hijos e hijas. Que
no les falta de nada. «¿Quieres agua, mi vida? ¿Te duelen los pies? Tranquilo,
que ya casi estamos. Venga, un poquito más», se escucha en cada rincón. Padres
y madres que acompañan a esos seres a los que dieron vida y que les duele más
que la propia. Como este año, si Dios lo quiere, haremos José Agustín y yo con
nuestros hijos, Diego y Victoria, transmitiéndole la misma devoción que nos
transmitieron a nosotros cuando éramos pequeños.
Se rompe la emoción cuando una voz se
alza sobre las demás. Una saeta al Rey del Cielo y a su Santa Madre. Que las
palabras las acune el viento, que las mueva con mano amorosa, que se tiñan de
la emoción con el quejío de una garganta; los puños «apretaos», los ojos
cerrados y el alma en la boca. Que lleguen hasta ellos el sentir de un pueblo
que los adora.
¡Cuidad bien ese palio! ¡No la mezáis
demasiado! Que es pequeño su cuerpo pero grande fue lo que llevó en su seno.
¡No la mezáis demasiado! Hacedlo con mimo y cuidado; que lleváis a la Reina de
la Sierra y no hay tesoro más preciado.
Un cofrade sabe los nervios que se viven esa
última semana de Cuaresma; cuando hay mil detalles por concluir. Las tallas de
los hombres de trono ya están todas entregadas, y las túnicas de los hermanos
esperan en cada casa, colgadas en perchas, limpias y planchadas, las mejores
galas para acompañar al Señor en su camino de Pasión. El libro de reglas que
abre la procesión, las velas para la Virgen que no acaban de llegar; las flores
para los tronos, que jamás son suficientes. ¡Hay que limpiar los enseres! ¡Los
incensarios, que estén relucientes! «Que todo esté listo, que ya estamos en
capilla», se escucha en cada casa hermandad a
los hermanos que se reúnen. Siete días con sus siete noches; ojos que
miran al cielo; implorantes y esperanzados. «¿Hará buen tiempo? ¿Lloverá?», se
convierten en las preguntas más oídas en todas las calles y en todas las casas.
Ojos que se alzan al cielo, ruegos en silencio para que, por una vez, la
preciada lluvia que necesitan nuestros campos respete unos días en los que
nuestra fe nos va a llevar en volandas.
Al fin llega el Domingo; ese que trae
olor a primavera, a palmas y a olivos; con esa brisa que llega y que te arrulla
la espera y te acaricia las mejillas. Recuerdos de niña, con ese abrigo recién
estrenado, o los zapatos nuevos y relucientes. Hay que ir como un pincel.
Padres e hijos con sus mejores galas para darle la bienvenida a la semana más
grande.
Los nervios contenidos y los ojos
brillantes. En la casa del hermano mayor se van reuniendo los primeros
nazarenos, que hacen su camino por el pueblo hasta la iglesia; en silencio.
Rostros cubiertos que esconden una expresión ilusionada porque, al fin, después
de un largo año, volverán a estar a los pies de su Señor de la borriquita, cual
pueblo que aguarda la llegada de quien va a dar la vida por nosotros.
Bondad. ¡Qué palabra tan sencilla, pero
qué grande es lo que encierra! Y es en tu rostro apacible en donde podemos
verla, Señor; ese rostro que sabía qué le aguardaba tras esa acogida en Jerusalén
por parte de ese pueblo, entre palmas y olivos; entre gritos de alabanzas y
bendiciones a tu santo nombre.
Junio de 1982: Ardía una capilla de una
hermandad en el pueblo sevillano de Alcalá de Guadaira. Una desgracia. Yo era
un niño, pero recuerdo, como si fuera ayer, a mis tíos Pepe y Auxi contar
apenados a mis padres aquel episodio que les había ocurrido a unos conocidos
suyos. Como también recuerdo cómo hablaban del milagro que había sido que se
salvara de las llamas las manos y el rostro del Señor.
Y fue así como llegaste a este pueblo;
a las 3 de la mañana, por la mediación de unas personas que no quisieron que
quedaras como un trozo carbonizado sin cuerpo; personas que, con mimo, amor y
tesón, trabajaron durante muchos fines de semana para restaurarte y darte un
nuevo hogar, aquí, en Sierra de Yeguas; un pueblo que te aguardaba sin saberlo;
un pueblo que te acogería con los brazos abiertos y el corazón desbordante de
alegría.
Las cinco y media de la tarde y ya hay
ganas de verte, Señor. Montado en esa borriquita, con tus ropas en blanco y
granate: blanco de luz de sol, blanco de esas sencillas flores que salen en los
márgenes de los caminos. Blanco del color de la paz, la que tú traes contigo;
la que vemos en tu mirada y en tu gesto al bendecirnos. Granate; el color de la
sangre que vas a derramar por todos nosotros; granate como los claveles que
adornan tu trono. Granate, como los corazones que te esperan para verte.
Pollinica; camina con paso firme, que
sobre tu lomo llevas al Tesoro del Cielo; al Dios hecho carne, al Redentor de
nuestros anhelos. Pollinica, no vaciles; alza la cabeza y avanza, que mayor
suerte no tuvo ningún ser en esta tierra.
«¡Hosanna el que viene en nombre del
Señor!», proclamaba el pueblo de Jerusalén. Arrojaban sus mantos al suelo para
que Tú pasaras subido en aquel pequeño pollino mientras alzaban las ramas
cortadas de olivos a tu paso, ese símbolo de paz, paz que tú viniste a traer,
Señor. Queremos ser ese manto, Señor de la Bondad; ese manto que sirva para que
camines entre nosotros. Que te mezas bajo ese olivo que te cobija en tu trono,
agarrado a esa palma que nos gustaría que fuera nuestra mano.
Bondad, dame la mano por la calle
Harina, que vamos subiendo poquito a poco. Despacio primero, que no hay prisa;
que este Domingo de Ramos perdure tanto en nuestro recuerdo como podamos.
Comienza una marcha, comienza la alegría, los quintos aceleran el paso, meten
el hombro “Vamos con Él para arriba”, que no decaigan las ganas, que llevamos
en volandas al Señor de la Bondad en su entrada triunfal en Jerusalén, que ya
el final se acerca, el triunfo de un pueblo que celebra tu llegada.
La tarde va cayendo demasiado rápido
entre los campos de nuestro pueblo. El tiempo se nos escurre entre los dedos
mientras tú recorres nuestras calles. Nosotros, tus hijos, salimos a tu
encuentro en cada calle, en cada esquina, en cada plaza. Y Tú, con esa mirada
amable, nos bendices desde tu trono; bendice sobre todo a los más jóvenes, esos
que te portan. Apenas hombres, apenas comenzando a vivir, pero llevando sobre
sus hombros la bondad de tu nombre; soportando el peso de quien entró por
Jerusalén como un profeta, como el Hijo de Dios que es. Como la reencarnación
viva del Padre.
Bendice a nuestros hijos, Bondad mira
bien por ellos. Vestidos de nazarenos, algunos caminarán delante de ti por
primera vez, entusiasmados, con sus palmas y sus ramas de olivos anunciando tu
llegada.
Bondad, mira por todos nosotros, que te
necesitamos.
La semana avanza. Lunes Santo. Se hace de
noche. Silencio.
Los portones de la Iglesia de
Navahermosa se abren y, tras ella, la cruz de guía se aposta. De ella pende un
sudario, ese que sirvió a José de Arimatea y a Nicodemo para descenderte del
madero. Su blancura nos conmueve, como también lo hace ese murmullo que ya
llega a nuestros oídos del inicio del rezo del Vía Crucis.
Te portan, Señor, entre cuatro
antorchas a ritmo de un tambor que repica a muerte. Silencio solo roto por el
caminar de quienes vamos junto a ti, de quienes te llevamos sobre los hombros.
Decenas de personas te siguen entre las oscuras calles que conducen a nuestro
pueblo, ahora solo iluminadas por las velas. El pueblo se halla en tinieblas.
Rezos de Padrenuestro murmurados que se elevan a la noche; noche en la que los
creyentes nos encontramos hasta que llegue el momento de tu resurrección.
Señor de la Clemencia y del Perdón, tu
pueblo te aguardaba para reencontrarse contigo
Estremece tu sencillez, esa madera
oscura que le da color a tu piel; ese rostro sereno que se enfrenta a la
muerte; esos simples cuatro hachones que iluminan tu rostro y nos salvan de las
tinieblas.
El frío de la noche se hace más intenso
y una helada brisa sopla las velas. Hay que abrigarse; que el frío no nos
detenga; que no sea un obstáculo para seguir rezándote.
Un rezo te detiene, una oración que
emerge de lo más hondo que tenemos en nuestra alma; que nos cuenta entre
quiebros el sufrimiento que padeciste en la Cruz, señor de la Clemencia y del
Perdón. ¡Clemencia!, grita tu pueblo, esa que contigo no tuvieron. ¡Clemencia!
¿Qué suerte de justicia ejercieron ante el Rey de Reyes? ¡Cuánta humillación
recibiste! ¡Cuánto sufrimiento te llevaste sobre los hombros! Señor del Perdón,
porque es tan grande y tan infinita tu misericordia que nos perdonas cada vez
que nos apartamos de ti, cada vez que te negamos, como hizo Pedro en el monte
de los Olivos; cada vez que miramos a otro lado y no te buscamos. Perdónanos,
Padre, porque no sabemos lo que hacemos.
La noche se vuelve cerrada. Ojos bajos
que miran hacia el suelo y un rezo que rompe el silencio.
La nube en la oscura noche
a la luna eclipsó,
porque ha muerto el Rey de Reyes,
Aquel que nos perdonó.
Ha muerto el Rey de Reyes,
Jesús, el Nazareno.
Perdón pidió por nosotros,
eso que no merecemos.
¡Clemencia!, gritan algunos,
aquellos que lo conocieron,
¡Clemencia!, grita una madre,
rota, por el desconsuelo.
La nube en la oscura noche
a la luna eclipsó,
porque ha muerto el Rey de Reyes,
Aquel que nos perdonó.
Al fin regresas a tu templo con el mismo
silencio con el que saliste. Nos despedimos de ti, no sin antes ponernos a tus
pies y rogarte que nos guardes, Cristo de la Clemencia y del Perdón, concédenos
la gracia de volverte a ver, para acompañarte en tu calvario. Solo nos queda el
momento glorioso de tu Resurrección y de regreso a Dios, nuestro Padre.
Martes Santo, ya es de noche. Nos
arrebujamos en abrigos y bufandas; que, aunque sopla un poco el viento de
solano, hace frío pese a que, por el calendario, ya hemos entrado en primavera,
esa primavera que de día huele a flores, pero que de noche se llena con el
aroma de la tierra.
La luna, casi llena, ilumina las calles
con su plateada luz. Se oyen pasos que se dirigen a la iglesia. Nadie habla,
tan solo se escucha el silencio. Esa es la palabra que resuena en la mente de
cada una de las serranas de camino a la procesión de las mujeres. Silencio.
Ante el altar nos espera la Santa Cruz
de la Ambrosia y la lectura del Vía Crucis rompe el silencio por primera vez en
la noche. Nuestros ojos cerrados, pero tras nuestros párpados las imágenes se
suceden tal y como lo cuenta las escrituras: esos Olivos no están en aquel
lejano huerto de Getsemaní, sino en nuestros campos, regados con nuestra lluvia
y creciendo bajo nuestro sol de Andalucía. «Aparta de mí este cáliz», que sea
el peso de esta cruz el que llevamos sobre nuestros hombros, tal como Jesús
llevó el madero hasta el Calvario.
Así, caminamos como Tú debiste hacerlo
en aquella Vía Dolorosa que fue testigo de tu sufrimiento: en silencio y con la
mirada baja. Recorremos las calles con la imagen de Nuestra Santa Madre en las
mentes y en nuestras oraciones; la imagen de aquella mujer que soportó lo que
ninguna madre debería soportar: ver a su Hijo amado sufrir.
Caminemos con ella, acompañémosla, como
esas otras mujeres que iban a su lado en aquel duro trance con solo un final
posible. Seamos como ellas, que tomaron su mano en aquel difícil momento, que
fueron su sostén y su refugio; las que compartieron con Ella lágrimas y
sollozos, dolor y desasosiego por ver cómo lo más preciado, ese que nació de su
vientre, caminaba llevando la cruz de nuestros pecados, esa que simbolizamos
este día de Martes Santo.
Como Tú queremos portar tu cruz. ¡Qué
pretenciosas somos, Señor! Porque, a veces, nuestras cruces no son más que
insignificancias, pequeñas cosas a las que nos agarramos y que solo toman
relevancia cuando las comparamos con el sufrimiento que padeciste.
«¡Mujeres, caminemos!», quisiéramos
gritar; pronunciar con nuestra garganta cerrada la emoción de llevar esta cruz.
Nos detenemos en cada estación, preparada
con un pequeño altar. Con la luz del alumbrado apagada, la Palabra del
Evangelio nos hace mella; nos interpela y nos llama personalmente, a cada una
de nosotras, por nuestro nombre. Para cada una es distinto, cada cual deja que
su corazón le dicte. Y, a cada paso que damos, en cada parada que hacemos, la
emoción nos va llevando en alas.
Mis recuerdos se agolpan en mi mente si
cierro los ojos. Mi madre. Dejadme un momento que la recuerde. Caminábamos
juntas, a veces del brazo. «Cuidado por donde pisas, que está oscuro y no
estamos para tonterías, mamá», y mi madre asentía y me sonreía. Con ella crecí
en la Fe; ella me inculcó su amor y su devoción a María Santísima y a su Hijo;
a ella le debo mucho más de lo que una hija le puede deber a una madre. Dejad que
la recuerde hoy con emoción y con sentimiento.
Cuando devolvemos la cruz al lugar que
la guardará hasta el día siguiente, inexplicablemente, nuestros hombros pesan
menos. Porque hemos compartido contigo, Señor, nuestras penas y nuestras
preocupaciones. Sabemos que es una insignificante parte de lo que tú portaste y
soportaste, pero nosotras sentimos que nos acerca a ti. Y estar cerca de ti es
el mejor lugar en el que nos podemos encontrar.
Nos toca a los hombres tomar el relevo de las
mujeres, el peso de esa cruz que a cada cual se le hace distinto. Cada cual,
recogido en silencio, con el corazón por delante y el alma expuesta, se postran
ante ti, Señor, con el firme convencimiento de que deseamos caminar a tu lado y
llevar en tu lugar, aunque sea por unos momentos, esa enorme carga que tú
portaste.
Miércoles Santo. Silencio. Que el aire
en el cielo se calme, que los insectos en los campos se acallen. Caminad con
cuidado; que nada perturbe la quietud de esta noche. Que solo resuene en la
oscuridad nuestros rezos y nuestras oraciones elevadas al Cielo.
Las voces se aquietan tras el primer
rezo y salimos a la calle portando la cruz, con nuestros deseos de parecernos a
Simón, el cireneo, aquel sencillo hombre de campo que ayudó a nuestro Señor en
su camino al Calvario; aquel que alivió parte del peso que Él llevaba sobre sus
hombros.
Cada parada ante uno de los altares en
donde se lee la siguiente estación del Vía Crucis es una oportunidad para que
nos hable a cada uno de nosotros, con nuestro nombre y apellidos, en el
recogimiento de la noche. Ojos cerrados y corazón abierto a lo que nos quiera
contar, a lo que nos quiera pedir. «Aquí están tus hijos, Señor, deseosos de
oírte y de ofrecerte aquello que nos pidas a cada uno».
Silencio, silencio solo roto por unos
rudos carraspeos y los pasos bajo la luna en un pueblo que siente el peso de la
cruz a sus espaldas.
Una saeta quiebra el ambiente, como una
flecha disparada al corazón de cada uno de nosotros. Una saeta que se alza en
el viento, una saeta que eleva al Cielo los lamentos de nuestros pecados y que
llega hasta los oídos de aquellos que te siguen; que estremece el alma y el
corazón, que lo comprime con un quejío y un quiebro de la voz. Ojos cerrados,
puños apretados y el sentimiento de un pueblo a flor de piel.
No puede soportar la garganta tanto
pesar contenido, tanto silencio que se vuelve pensamientos dirigidos a Él, el
que dio la vida por nosotros; a Ella, su madre, la madre de todos, la que
caminó a su lado, la que le enseñó a amar al Padre.
El frío de la noche va haciendo mella
en cada uno de nosotros, los que vamos tras la cruz. Nos subimos los cuellos de
las chaquetas. «Que hay que reservarse. Que mañana tenemos noche grande».
Silencio y el tiempo se nos va
escurriendo entre los dedos, como la cera de esas velas encendidas, que son las
únicas que mancillan la oscuridad de las calles. Noche de primavera que huele a
campo.
Una parada más, un rezo más. Algunos
alzamos los rostros al cielo porque allí está alguien al que quisimos y que nos
estará mirando y que, en espíritu, nos estará acompañando, como nosotros
acompañamos al Señor. Va por ellos estos rezos, esos minutos de recogimiento
mientras portamos la Cruz de la Ambrosia, esta cruz que nos representa como
pueblo, como comunidad que ora al Hijo y que quiere seguir sus pasos como
cristianos.
Acaba un nuevo día, el que, por
desgracia, nos dice que ya hemos pasado el ecuador de nuestra semana más
grande. Los tímidos rayos del sol se esconden entre las ramas de los olivos de
nuestra tierra, como debieron ocultarse aquella otra tarde, tan lejana en el
tiempo y tan lejano el lugar, cuando Nuestro Señor se retiró a orar en aquel
monte, al que decían Getsemaní.
Se retiró a orar, a hablar con su
Padre, que es el nuestro, ese que nos entregó a su único Hijo. «No hay amor más
grande que el que da la vida por los demás». No hay nada sobre la tierra ni
bajo el cielo que pueda igualar eso.
Momentos de flaqueza. ¿Quién no los ha
tenido? ¿Quién no ha cerrado alguna vez los ojos y ha rezado para que nuestros
problemas desaparezcan? «Si puedes, aleja de mí este cáliz». Señor, nuestros
problemas ¡qué pequeños parecen al lado de los que tú padeciste! Traicionado
por los que decían ser tus amigos; negada cualquier relación contigo. Señalado,
apresado. Humillado. Vendido por treinta monedas de plata.
¡Señor! ¡Cuánto sufrimiento cargas
sobre tus hombros! ¡Cuántas lágrimas derramadas en aquel campo de olivos!
Jueves Santo. Jueves de pasión. Jueves
de Amor. Pasión de un pueblo que espera reunirse con el Señor. Amor de aquel que
dio la vida por nosotros; Amor del que no quiso pasar ese cáliz, que lo asumió
sabiendo cuáles eran las consecuencias de su decisión.
¡Qué largo se nos hace ese día, a la
espera de ver a nazarenos con sus túnicas blancas y salir para encontrarnos
contigo ante tu trono! Pero tú, en tu infinita paciencia, nos aguardas hasta
que lleguemos. Señor de la Humildad, con esa serenidad que transmites solo con
verte; como aquel que asume el destino que han escrito para él.
Tantas emociones al estar ante ti,
Señor. Alegría, tristeza… Emociones que nos traspasan el alma. ¡Cómo mirarte a
la cara! ¡Cómo mirarte a la cara y no recordar a mi padre, que te llevaba cerca
del corazón en esa medalla que guardo con cariño, el mismo con el que él te
lucía, orgulloso de su Señor de la Humildad! ¡Cuánto te quería! ¡Cómo te
esperaba cada Jueves Santo en la plaza para verte salir! ¡Cómo mirarte a los
ojos y saber que, en pocas horas, encontrarás de nuevo la muerte de manos de
aquellos que te vendieron!
Tú nos esperas, Señor de la Humildad.
No existe paciencia más infinita que la tuya.
Mi infancia y mi juventud también están
escritas con recuerdos de tu presencia. ¡Cuántas veces he escuchado en casa las
historias de cómo llegaste a éste, que ahora es tu pueblo! ¡Cuántas veces habré
oído la manera en que recalaste en casa de mis abuelos! Y fue así porque debía
ser; el destino quiso que aquí tuvieras tu casa, una que te aguardaba con los
brazos abiertos, como aquellos que esperan a esa familia que llega de lejos.
Mis recuerdos tienen la alegría de toda
la familia por aquí para asistir a los Santos Oficios, el olor a magdalenas de
mi tía Paca y mi madre, el sabor de las flores fritas de mi tía Reme, el del
color de la túnica que vestían mis hermanos y mis primos para acompañarte en tu
caminar por nuestro pueblo, ese que, año tras año, te acoge y te cuida, como tú
acoges a todo aquel que desea reencontrarse contigo, cualquiera que sea su
procedencia. También tienen mis recuerdos el olor de los claveles; esos que
dejan a tus pies antes de que creen un rojo manto que adorna tu trono; rojos
como la sangre que mana de las heridas que te han infligido, la sangre que
brota de esa corona que han colocado sobre tu cabeza. ¡Cuánto duele verte así,
coronado con espinas, cuando tu realeza no es de este mundo!
¡Qué emoción cuando nos paramos ante
ti, Señor, y bajamos la cabeza como señal de respeto! ¡Qué emoción sentirte tan
cerca, como si nos estuvieras hablando al oído! ¡Qué emoción cuando te
presentamos a nuestros hijos, cuando le decimos que te tiren besos y les
contamos que tú nos recibirás en el cielo! ¡Qué emoción que nos vuelvas a
encontrar!
Y lo hacemos al caer la tarde.
Sentimientos a flor de piel dentro de la iglesia, junto a tu trono. Decenas de
rostros se alzan hacia ti y murmuran rezos en silencio, oraciones llenas de
fervor que nacen del fondo de nuestros corazones. Ojos que se cierran, incluso
lágrimas que se escapan. Cada uno tiene sus motivos, eso solo el cielo lo sabe.
«Que quede entre tú y yo, Señor».
Y es la hora de recordar a todos aquellos
que ya no pueden volver a ver tu rostro; ese que mira hacia abajo, con humildad
y con resignación. Aquellos que, una vez, te acompañaron por nuestras calles y
plazas, aquellos que, a ratos, llevaron tu cruz a cuestas, aquellos que ahora
están disfrutando de la Gloria de tu compañía. Los recordamos con un cariño que
nunca se extinguirá, y cada Jueves Santo, estarán a nuestro lado, ayudándonos a
portar el cirio o la insignia de la cofradía o aguantando con nosotros sobre
nuestros hombros el peso de tu trono.
Fuera, la campana se escucha anunciando
tu salida. Ya se mueve. El murmullo se acalla cuando el portón de la iglesia se
abre y el silencio que se produce sobrecoge el alma. «¡Que ya viene! ¡Que ya
sale!». Que el Señor aguarda humilde su destino, y no hay cosa más cierta.
«¡Qué sale el Señor de la Humildad!».
Todos los serranos contenemos un poquito la respiración al verlo asomar. El
trono avanza hasta el dintel del templo, despacio, paso a paso. Al fin está
ahí, e irrumpimos en palmas emocionadas y sentidas cuando la banda rompe ese
contenido silencio en el que estábamos sumergidos, con esa primera marcha, con
ese sonido de corneta y ese primer redoble de los tambores que nos levanta en
andas para estar más cerca de Él.
Delante de ti estamos de nuevo, Señor.
Ante ti, con el corazón lleno de alegría, las manos apretadas y un suspiro
contenido en el pecho al verte dar los primeros pasos en la plaza. Y en las
gargantas se agolpa un «ay», un lamento en forma de cante, que pica por salir.
«Quien canta reza dos veces», dice San Agustín, y hay palabras que expresan más
al compás de una saeta.
La emoción se palpa en el ambiente, en
la gente que se reúne en las aceras para verte pasar, para saludarte y rezar
unos minutos ante tu presencia, señor de la Humildad. Tú, con tu infinita
paciencia, sabemos que son escuchadas y llevadas ante el Padre. Señor de la
Humildad, con tu mirada triste y tu lento caminar.
El toque de la campana va marcando el
paso. «Despacio», que nos dé tiempo a mirarlo y a rezarle un poquito».
«Despacio y con cuidao». Que se haga eterna esta tarde; que dure por siempre en
nuestros corazones. Que la Humildad se hizo hombre y caminó entre nosotros.
El cielo se tiñe de jirones anaranjados al caer la tarde antes de que el oscuro azul de la noche se pose como un manto sobre los campos. El frío comienza a calar los huesos y hay que cubrirse bien, pero eso no impedirá que los serranos acudamos a la cita que tenemos con Nuestro Señor de la Vera Cruz y su Santa Madre, la Virgen de la Esperanza.
Vera Cruz. Cruz verdadera, esa que
portó Jesús hasta aquel monte, el monte de la Calavera; en donde lo esperaban
para ser clavado en ella junto a dos ladrones, en donde se burlaron de él y
sortearon sus ropas. Y, aun así, en tu infinita misericordia, le pediste al
Padre un perdón para aquellos que no lo merecían. Agónico final tuviste en el
madero, Señor de la Veracruz, en ese en el que padeciste y expiraste y que se
ha convertido, para nosotros, los cristianos, en signo de veneración.
Y a tus pies, en ese infame monte,
Nuestra madre Esperanza. Ancla de nuestra fe. Portadora de nuestros anhelos.
Promesa del Cielo. Esperanza que camina junto a su hijo, guardándose esas
lágrimas que ninguna madre debería verter al ver al fruto de su vientre padecer
como lo hizo Nuestro Señor. Y Ella siempre a su lado; discreta, fiel,
silenciosa, conocedora del destino de quien va a dar la vida por aquellos que
lo están llevando a la muerte. Esperanza, Esperanza que no se pierde;
Esperanza, Esperanza que perdura a lo largo de los siglos. Esperanza,
Esperanza… a ti te rezamos hoy, Madre, de pie en ese Calvario, a los pies de la
cruz.
Es de noche cerrada cuando las luces de
la plaza se apagan. «Ya es la hora». Es un pensamiento que todos tenemos. Capas
verdes de nazarenos y mujeres de mantilla, de riguroso luto, que el Señor
expiró en la Cruz y no puede marcharse solo.
Alzamos la mirada y nos ponemos de
puntillas. Una emoción nos embarga cuando tu imponente trono va saliendo,
poquito a poco. El toque de la campana va avisando de las maniobras, la voz
ronca del capataz y un siseo que ruega silencio. Entonces, al fin, la figura
recortada de la Veracruz traspasa las puertas para encontrarse con tu pueblo,
que lo ha añorado durante doce largos meses para poder estar de nuevo a sus
pies.
Suenan cornetas y tambores y al compás
de la marcha mecen el trono para mostrarlo al pueblo que los espera. ¡La
emoción nos embarga! Y hay que tragarse el nudo que se aloja en nuestras
gargantas y que empuja lágrimas de nuestros ojos.
María Santísima de la Esperanza, vuelve
los tuyos hacia nosotros, esos que te rezamos cada día; esos que han inculcado
en sus hijos la fe en ti. Míranos con cariño, imperfectos que somos; míranos
con dulzura, como solo una madre sabe hacerlo. Haz de tu nombre un reclamo en
nuestros labios, Esperanza; haz de tu nombre nuestra razón de ser y de sentir.
Ánclanos a tu Hijo por siempre y danos cobijo bajo tu manto, ese que te adorna
y te hace la estrella más brillante del cielo.
La noche va, poco a poco, consumiendo
sus horas. Lo hace demasiado rápido, pero aún nos queda Jueves que vivir. Frío
en el exterior, sí, pero dentro de cada uno de nosotros está encendida la llama
por haberos podido ver, a ti, Señor de la Humildad y a vosotros, Señor de la
Veracruz junto a tu madre, Esperanza de los Cristianos.
Pero aún nos queda por vivir ese momento de fraternidad, ese momento que cada serrano espera, que cada cofrade espera: el encuentro de las dos hermandades, haciendo camino juntas. Porque es el mismo Señor al que ambas veneran, el mismo bajo distintos nombres, Humildad y Veracruz.
Veracruz y Humildad.
Las campanillas anuncian la llegada del Señor
de la Humildad, alumbrado con los faroles y tras la estela de los cirios
prendidos de los hermanos en una noche que brilla con luz propia. La banda los
acompaña, incansables, paso tras paso, ayudando con cada pieza musical a que el
peso de ese trono sea llevadero.
Todo el pueblo se agolpa para aguardar
la llegada de la Madre y el Hijo bajo la sombra alargada de esa Cruz en la que
lo pusimos.
No se puede describir ese momento
cuando el Señor de la Veracruz detiene su trono junto al del Señor de la
Humildad; hay que estar aquí para vivirlo; hay que ser serrano de corazón para
que esa imagen conjunta haga que te emociones, aprietes los labios y te tragues
las lágrimas. Hay que ser serrano de corazón para entender el sentimiento de
hermandad que nos une en ese momento, ese en el que caminamos juntos todos, con
el mismo Amor y la misma entrega, al ritmo de la misma marcha procesional.
El corazón amenaza con estallarnos en
el pecho al verlos a Ellos, a los que, a cada uno de nosotros, nos gustaría
llevar en volandas, que no tocaran el suelo, que se mecieran para siempre al
compás, solo roto por el sonido de una saeta, que hace que todos enmudezcan.
El sonido de la campana detiene el
vaivén y, ya cada uno, prosigue su camino. Pero la noche no ha acabado. Tenemos
una cita con la «Hora Santa». Ahí no hay marchas, no hay gritos de alabanza a
la grandeza de los Reyes del Cielo; solo existe el recogimiento, la charla
interior, el bombeo de un corazón que trata de abrirse a Dios, de postrarse
ante el Santísimo.
Es momento de oración, de mostrarse tal
cual uno es ante aquel que nos conoce mejor que nadie porque fue Él quien nos
creó y será a Él a donde regresemos una vez que nuestro paso por este valle
haya llegado a su fin. «Así soy, Señor, imperfecto», pero dentro tenemos la
convicción de que, aun siendo de esa manera, tú me quieres como nadie jamás
podrá hacerlo y de que en ti podremos encontrar ese Amor Verdadero, ese Amor
del que dio la vida por nosotros.
Hora Santa. Hora de vigilia. La hora de
silencio está cerca.
La mañana huele a rocío, a cera
derretida, a flores cortadas. Huele a tierra mojada. Mañana de pasión, largos y
pesados pasos nos dirigen a la iglesia para acompañarte con nuestros rezos.
Prepararnos para dar ese último paseo contigo, Señor, antes de que llegue la
hora en que te entregaste a los brazos del Padre y le encomendaste tu alma para
salvación nuestra.
Tres golpes. Silencio.
Tres golpes. Se resquebraja mi corazón.
Tres golpes más. Y se abren las puertas
del templo cual martillazos abren las heridas en tus manos y pies.
Nueve golpes que abren nuestro Viernes
Santo cual pórtico de la Gloria serrano.
Nueve golpes que resuenan en la plaza y
en el alma de cada uno de nosotros como resonaron en tu centro cuando venían a
prenderte mientras orabas al Padre suplicándole alivio en el Huerto de los
Olivos, “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo
matarán”
Ya ha llegado la hora, no hay marcha
atrás. Un ángel enviado por el Padre te reconforta para infundirte valor
porque, aun sabiendo que tu templo se levantará en tres días, eres hombre y
padeces el sufrimiento de quien sabe su muerte cercana. A nosotros, los serranos, cuando en el Pregón
de Jesús se nos convoca, es como si el Padre nos enviara a ese ángel alentador
para que salgamos valientes por las calles a acompañar a nuestro Jesús Nazareno
y a Nuestra Santísima Madre de los Dolores diciendo a voz en grito que tu
muerte no es el final.
Nazareno. Jesús de Nazaret. Eso rezaba
el rótulo que clavaron en la cruz. Rey de los judíos. Mofa de tu pueblo, que
prefirió condenarte a la muerte sin haber hecho más que el bien allá por donde
pasaste y con todo aquel que se cruzó en tu camino.
Nazareno con la cruz a cuestas,
simbolizando todos nuestros pecados, esos que echamos sobre sus hombros.
Nazareno caminante, justo antes de encontrarse con las santas mujeres, con
aquella que le enjugó el rostro de sudor y de sangre, cuando Él apenas podía
vislumbrar el duro trecho que se abría ante sus ojos. Jesús Nazareno; antes de
encontrarse con su madre.
Nos esperas con tu infinita paciencia
sobre tu trono, con tu rostro dulce y tu mirada perdida. Morado y oro; morado
de penitencia y de dolor; oro de la divinidad, de los reyes, que clama tu
origen como Rey del Cielo. Morado y oro en esa túnica que se mece en la primera
«levantá» sobre un monte de claveles granate, símbolo de cada gota de sangre
que derramaste.
El tímido sol de la mañana se atreve a
acariciarte. ¿Cómo rivalizar con el auténtico Sol, ese que comienza su paseo
por nuestras calles?
Antes de que el primer redoble de
tambor rasgue el silencio en el que está sumida la plaza, una voz se alza: «
¡Al cielo con él!», y como uno solo, sus hombres de trono lo alzan sobre sus
hombros. ¡Cuánto desearíamos muchos estar bajo tu peso, Señor! Llevar sobre los
nuestros tu sagrada figura; aliviarte en esa última caminata antes de que
perezcas a manos de tu pueblo.
Míranos con bondad, Nazareno, te lo
piden tus hijos, que levantan la mirada hacia ti, sabiendo que somos indignos
de mirarte a los ojos. Míranos con Amor, Nazareno. Que tus penas sean las
nuestras y nuestros hombros los tuyos, para llevar esa cruz que tanto te pesa.
Míranos, Nazareno y reza por tus hermanos.
Sirva el cielo de nuestro pueblo como
telón para tu sagrada imagen, ese cielo que se vuelve más azul cuando Tú estás
bajo él. Sirva como marco para cantarte, para bendecirte y rezar cuando pasas
por nuestra vera.
Dejadnos, hermanos, que nos emocionemos
cuando recordamos a Nuestro Padre Jesús Nazareno al pasar ante la puerta de su
Madre, nuestra venerada Virgen de los Dolores, que lo espera como solo una
madre espera a su hijo, con el corazón en la mano, sabiendo que nunca jamás
volverá a su pecho.
Llega el momento más esperado para
nosotros, como cofrades, que desde bien temprano se vive intensamente en
nuestro hogar, mientras nos colocamos las túnicas negras y nos dirigimos, con
la cara cubierta, a nuestra casa de hermandad.
Con los ojos aún pegaos
por no haberme querido perder ná,
me levanto dando un salto,
porque empieza el ritual.
¡Qué maravilla despertar
los Viernes Santos en esta casa!
¡Venga, hijo!, que va a empezar
el día grande de tu hermandad.
Recuerdos y nostalgia que afloran,
añoranza poderosa que embriaga,
Palabras inolvidables que resuenan
que ojalá volvieran,
aunque por un instante fueran.
«Mete la cabeza por aquí, así. El
cinturón bien puesto, no te vayas a pisar la túnica cuando te agaches. Tráete
un imperdible, que vamos a coger bien el pañuelo, que tu abuelo estaría
orgulloso de saber que aún lo llevas. El escudo, así, muy bien, ahí, cerquita
del corazón. Los negros, si, los zapatos los negros. El capirote es para
ponérselo, no para llevarlo en la mano».
«¡Ole ahí esos buenos nazarenos! Toma
algo antes de irte, ¿no?, que la mañana es larga. No te salgas de la fila,
vamos a hacer las cosas como Dios manda. Nosotros, tu madre y yo, acompañaremos
a la Virgen, estaremos tras Ella. ¡Ah! y si te tienes que salir, visita a Josefita,
que le dará alegría verte llegar y te está esperando, que te ha hecho roscos y
tortillitas de bacalao».
Cuando asomas por la puerta,
el día del Viernes Santo,
vuelven a mi memoria,
preciosos recuerdos de antaño.
Sonidos que aclaman al alba,
palabras que resuenan
por los rincones de mi casa.
Olores intensos a túnicas recién
planchadas
y sentimientos a flor de piel
¡Qué difícil es olvidarlas!
Palabras y cosas de mis padres
que se repetían cada mañana.
¡Qué bonito sería poder escuchar
de nuevo esa voz al despertar!
Nuestro gran día, tu día mi Virgen
Dolorosa
y la de prácticamente el de toda mi
familia.
Esa voz serena, amorosa, pero a la vez
nerviosa. No podía llegar tarde,
-“Cariño, que tu padre ya se ha
vestido, vamos que empieza el pasacalles”.
Mi túnica preparada, cinturón, pañuelo
y escudo; y ¿cómo no?, mi capirote.
“Vamos, que te ayudo”. Mi padre me
esperaba hasta terminar de vestirme y, sin demora, salíamos de casa. Él, con su
traje y su corbata, no podía faltar al gran día, lo vivíamos desde muy
temprano.
-Nena, vamos, que te dejo en la fila,
nos vemos en la iglesia para escuchar el pregón.
Después del pregón de Jesús teníamos
una cita a la cual no podíamos faltar, el desayuno en casa de mi tía Anita a la
que iban llegando mis primos y todo el que entraba estaba en su casa. Cuando
salgo, ya veo a mi tío José y a mi tío Juan, dolorosos hasta la médula. Cómo
no, en primera fila y esperando para verte salir. Emocionado como muchos, pero
como nadie, a su manera. Tantas cosas en mi recuerdo que no quiero olvidar.
Esos “Dolorosa: guapa” inacabados por ese nudo en la garganta, esas saetas que
le gusta empezar a sabiendas de que la emoción no le dejará terminar echando
mano del saetero cercano.
Rezos, peticiones, cantos… nacen de las
gargantas y de los corazones. Porque, al fin estamos ante ti, Señora, y esa
felicidad que sentimos se aprecia en los ojos de todos. De algunos brotan
lágrimas, como esas que resbalan por tu precioso rostro, pero ninguna se acerca
al dolor que Tú debiste sentir al caminar tras tu Hijo, sabiendo que su futuro
acababa en aquel fatídico monte.
Dejadnos que nos emocionemos cuando la
vemos enfilar la puerta y el sol de la mañana la acaricia, tímido, intuyendo
que, aun siendo el astro rey, no es rival para la Reina de los Cielos.
Emoción que llega cargada de olor a
rosas blancas, a calas en flor, a esos pétalos de claveles que llueven sobre su
palio cuando, al fin, se encuentra con su pueblo.
Dolores llevas por nombre; Dolores, la Madre del Señor, Dolores, Refugio de los cristianos. Llevas por nombre Dolores, señora, y a ti te encomendamos.
¡Quién pudiera aliviar ese sufrimiento
que tienes en el pecho! ¡Quién pudiera retirar esos siete puñales que
atraviesan tu corazón de madre! ¡Quién pudiera enjugar tus lágrimas, Señora del
Cielo!
Tú, en tu infinita generosidad, nos
entregaste a tu Hijo para que nos salvara.
Tú, Madre, lucero de nuestras vidas,
que nos iluminas a cada paso.
Tú, Madre, consuelo de nuestras
tristezas, que nos abrazas en los peores momentos.
Tú, Madre, Amanecer de nuestra
existencia.
Tú, Madre, espejo de sabiduría, en el
que nos gustaría mirarnos y parecernos a ti, aun sabiendo cuán imperfectos
somos.
Tú, Madre del Salvador, que tuviste la
dicha de llevarlo en tu seno.
Tú, Madre, vestida de Reina, coronada
de estrellas.
Asomas por la puerta y el corazón ya no
nos cabe en el pecho. Señora, ¡míranos! Aquí estamos de nuevo, como cada año
desde que tenemos uso de razón, postrados a tus pies, para acompañarte tras tu
Hijo. Para darte el humilde consuelo que te podamos ofrecer, aunque nada pueda
aplacar ese dolor inmenso que sientes en tu pecho de madre.
Una voz emocionada se alza sobre las
demás: «¡Dolorosa!». Y el fervor que te tenemos hace el resto; y te gritamos
«¡guapa!» porque, para nosotros, nada es más hermoso que tú.
Al fin, el palio cuajado de estrellas
se levanta y se mece por obra de sus hombres de trono. «Tened cuidado de ella,
que lleváis a la Reina». Los pétalos de las flores revuelan y las campanillas
repiquetean cuando Ella echa a andar a la vez que los pequeños monaguillos
agitan los incensarios y una nube prepara el camino que vas a recorrer, como la
Elegida por Dios que eres.
Y verte nos aprieta el pecho, y un nudo
se hace fuerte en nuestra garganta, esa que quiere cantarte, pero que las
emociones impiden que salga una sola nota. Manos apretadas delante del pecho y
los ojos cerrados mientras rumiamos una oración que elevamos al cielo. Y nos
gustaría estar cobijados bajo ese manto que portas sobre tus hombros. Cuídanos
como sabemos que nos cuidas, Madre, protégenos de todo mal y haz que seamos
ejemplo de devoción para los que vienen detrás de nosotros.
Y llega el momento de encontrarte con él, con tu Hijo; ese que todos esperamos. Dejadnos que nos emocionemos un poquito hoy, hermanos; dejadnos que rememoremos hoy ese encuentro que aguardamos desde el mismo instante en que se cierran las puertas de la iglesia al acabar la procesión, ya mediado el Viernes Santo de hace un año.
Madre e Hijo frente a frente, ¿qué
podrán decirse? Palabras de aliento para el Hijo; palabras de consuelo para la
Madre. Ejemplo para todos nosotros, cristianos, que los veneramos y los amamos.
Nuestra devoción puede tener distinto apellido, Jesús Nazareno o María
Santísima de los Dolores, pero nuestra fe es la misma y se ve representada en los
abrazos que se entregan nuestros hermanos mayores.
Uno frente al otro: Nazareno y Dolores.
Dolores y Nazareno. Llevados en volandas por la fe de un pueblo, al compás de
una marcha y del tañer de las campanillas. Uno caminando en busca del otro; los
faldones del palio meciéndose a cada paso, al igual que la túnica que te viste,
Señor. Bajo el cielo de Sierra de Yeguas, Madre e Hijo se encuentran.
Y tras el golpeteo de las campanas los
tronos, a la vez, se levantan.
Una alabanza conjunta se escapa de cada
garganta. «¡Nazareno! ¡Guapo!» «¡Dolorosa! ¡Guapa!» «¡Viva el Rey de los
Cielos!» «¡Viva la Reina de los Cielos!». La emoción nos puede y las lágrimas
que hemos estado aguantando durante toda la mañana acaban por rodar por
nuestras mejillas entre abrazos de amistad y de hermandad que solo se puede
entender si vives con la mirada puesta en los que desde arriba te observan con
amor infinito de Madre e Hijo.
Sigue el Viernes su avance implacable, y la
hora más oscura se acerca. La tarde cae sin remedio y las campanas se
silencian: ha muerto el Rey de Reyes. Siete palabras se escucharon en aquel
monte, empañadas por las burlas de quienes lo prendieron; siete palabras que
nos hiere el corazón y que expresan todo el sufrimiento que padeciste.
Nuestro corazón llora; nuestra alma
está rota por saber cuánto padeciste por nuestra causa, por salvarnos.
El velo del templo se rasgó y la tierra
tembló cuando lanzaste tu último aliento, Señor.
Viernes Santo. Silencio. El cielo
parece más triste, las voces se acallan, incluso el cantar de los pájaros
parece no querer perturbar el recogimiento de este día. Viernes Santo,
silencio. Nuestro Señor ha muerto.
Ya ha caído la noche cuando los últimos
nazarenos salen de la iglesia, previos al cortejo que pondrá el broche de oro
de nuestra querida Semana Santa. Salen con sus cirios encendidos y sus túnicas
negras, en señal de luto.
Suena la corneta; toca a muerte.
Rostros serios que miran hacia arriba con tristeza al verte salir, Señor
yacente. Cuatro ángeles te velan, uno en cada esquina, cuidando tu sueño hasta
que, al tercer día, resucites de entre los muertos.
La plaza se sume en un profundo
silencio, solo roto por ritmo de los tambores y las saetas que detienen a cada
tanto tu paso. No sabemos mejor manera para orarte; mejor manera de decir eso
que nos quema en el pecho; mejor manera de decirte que te queremos con nuestros
cinco sentidos.
Tu madre va detrás y a Ella volvemos
nuestra mirada. Soledad es tu nombre, señora. Camina lenta, delante de ese
madero vacío en el que tu hijo ha encontrado la muerte y las estrellas del
cielo como palio. Ondea a su paso ese sudario blanco con el que te descendieron
de la cruz aquella amarga noche los santos varones.
Madre de la Soledad. Jamás un nombre
dolió tanto como el tuyo. Sola quedas, Madre, que has visto morir a tu amado
hijo y en tu bello rostro se ve reflejada la amargura que te atraviesa el
corazón. Tus lágrimas son las nuestras, al igual que tu dolor. Marchas
despacio, meciéndote a cada paso por las calles de nuestro pueblo, que te mira y
te reza con devoción.
Cuando te dejamos de vuelta en tu
templo, ya es noche cerrada; la más oscura y la más triste. Nuestro Señor ha
muerto y solo nos queda la esperanza, tal y como Él nos prometió, de su
resurrección.
Nunca una semana pasó tan rápido. Una semana
que a los serranos nos gustaría que perdurara; una semana que nos ha permitido
estar más cerca de nuestros amantísimos titulares, pero también más cerca de
nuestros hermanos, de vivir conjuntamente nuestra fe y de caminar uno junto al
otro en silencio, escuchándolos solos a Ellos, que nos hablan al oído con
palabras amorosas de aquellos que bien te quieren.
De nuevo es domingo. Suenan las
campanas de la Iglesia. ¡Jesús ha resucitado! Se ha cumplido la promesa que nos
hizo y ya no está entre los muertos. Y nos deja un importante mensaje de Amor y
de Perdón, de que cualquier cosa nos puede faltar, menos Dios; de que somos sus
hijos y nos espera junto a su amado Padre.
La última procesión de la Semana es la
cumbre de nuestra fe: Jesús ha resucitado. La pena por su muerte da lugar a una
alegría que nos llena por entero y es algo que sabe el cielo azul que nos cubre
y el aire que llega de la sierra, inundada con los olores de los olivos y del
romero.
Solemne, bajo palio, camina el
Santísimo, al que todos seguimos, ataviados con nuestras mejores galas, pues es
así como se recibe al amigo largamente esperado y al que queremos rendirle
honores.
Domingo de Resurrección. Cristo ha
resucitado, ya no está en su sepulcro ni camina entre nosotros; ha ido a encontrarse
con el Padre y vive por siempre en su Gloria.
El invierno ya ha terminado
y tu dolorosa muerte se acerca.
Vas a dar la vida por nosotros
sacando fuerzas de flaqueza,
por perdonar nuestros errores
de la manera más horrenda. En una cruz…
Tu muerte nos dará la vida.
Que no nos invada la tristeza,
pues con tu muerte, que fue por
salvarnos,
llegará la primavera.
Brotarán flores hermosas
y la alegría será completa,
porque Tú vas a resucitar
dándonos la vida eterna.
Y con esto nos demuestras
que tu amor es infinito,
es amor inagotable,
un amor que es generoso
como no lo ha dado nadie.
Que tu sufrimiento terrenal
y lleno de coraje
avive este fuego que da vida
y salgamos a nuestras calles.
¡Serranos, abrid las puertas de
vuestras casas
que Dios mismo pasa por delante!
Que entre la luz por las ventanas
que ahí está Dios y su madre.
Son brisa para el pueblo.
Que esta semana nos cambie,
que nos pide a voz en grito
que seamos buenos cofrades.
Hermanos unos con otros,
abrazos por todas partes,
cristianos como Dios manda,
que no nos calle nadie.
Anunciamos que estás vivo
que eso aquí es lo importante,
proclamar a los cuatro vientos
que moriste y resucitaste.
Que sufriste para salvarnos,
que tu muerte no fue en balde.
Queridos amigos y familia, ahora, que
llegamos al final; no podemos despedirnos de todos vosotros sin agradeceros
esta oportunidad que nos habéis dado, a José Agustín y a mí, de proclamar este
amor que sentimos por la Semana Santa de nuestro pueblo.
Estamos seguros de que nuestras humildes
palabras no han sabido expresar la intensa devoción que sentimos; la emoción
que nos embarga cuando, cada Semana Santa, llega el momento de estar cerca de
nuestros titulares.
Os agradecemos de todo corazón que nos
hayáis acompañado hoy aquí y esperamos haber sabido transmitir el inmenso
cariño que sentimos por nuestra tradición, ese mismo cariño que nos inculcaron
a nosotros desde la cuna. Estas sentidas palabras de hoy son también para ellos
y es nuestro mayor deseo que estén viéndolo desde el cielo.
Es hora de vernos en nuestras calles y
plazas, de saludarnos, de vestir nuestras túnicas de nazarenos, de convertir a
Sierra de Yeguas en un pueblo que celebra la Pasión, la Muerte y la
Resurrección de Nuestro Señor, de cantarle a nuestra Madre hasta que la garganta
nos duela y, aunque la emoción nos pueda, Sierra de Yeguas seguirá cantándole a
los Reyes del Cielo.
Hermanos y hermanas, vivamos nuestra
Semana Grande como solo los serranos sabemos hacerlo.
Hermanos y hermanas, id con Dios.
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